martes, 25 de junio de 2013

Una promesa a (debajo de) una bandera.

Estamos en cuarto grado.
Por acá, por estas tierras del sur de América, hay una tradición escolar que reglamentó una disposición del año 1957. Al llegar a cuarto grado, emulando aquel juramento de lealtad que su creador hiciera a la bandera a orillas del río Pasaje, cada niñito escolarizado de mi país debe entrarle al ritual de hacerle la misma promesa a la bandera.

De mi promesa a la bandera no hay ni fotos. Fue en plena guerra de Malvinas, con mi madre al borde del colapso, sin carrera, lastimada, furiosa y sola gracias a los tiempos de la dictadura, mis padres divorciados ahí nomás, en pleno quilombo hacia adentro y hacia afuera de mi casa, imaginate la bola que le dimos al evento.

Cuando llegó el turno de Chinatown, yo ya sabía, ya había aprendido gracias a ella, que ningún ritual en la vida debe ser al pedo, que cada cosa que uno hace tiene que ser en serio, tiene que ser verdadera para una.
Como madre y maestra de la misma escuela a la que mi chiquita asistía, fui invitada junto a otros padres a escribir y decir unas palabras  sobre el momento que transitaban nuestros niños, el ritual en cuestión.

No recuerdo exactamente las palabras que dije durante el acto, más o menos decían así


Cuando yo era chica, mi país era mi casa, mi hermano, mis juguetes.
 Mi bandera eran las manos de mi mamá peinándome.
Crecí, y mi país eran mis amigos, el río, la escuela. 
Mi bandera eran mis sueños.
Crecí más, y mi país se volvió infinito. 

Mi bandera, hija, es tu sonrisa.


Pero si recuerdo con nitidez sus dos largas colas de cabello, sus ojos todos enormes mirándome, mi emoción, su emoción también (creo que ese día, yo le prometí lealtad a ella).
El ritual en sí, te la debemos. Ninguna de las dos recuerda que se juró finalmente, pero se nos entibia el corazón al recordar la escena.

Y ahora me tocaba, después de tantas vueltas, estar de este lado en el ritual de una promesa a la bandera.

Nada debe hacerse en la vida porque sí, mucho menos una promesa. Así que bandera y promesa, había que entender de qué estábamos hablando.

Empezamos por una historia.

En el año 2001, que fue un año muy difícil en la historia de nuestro país, mi hermano se quedó sin trabajo y decidió ir a probar suerte a España.
Guardó unas pocas cosas en la valija, agarró sus ahorros, se tomó un avión y cruzó todo el mar inmenso para llegar hasta otro continente, a Europa, a la tierra de mis abuelos.
Estuvo mucho tiempo allá, lejos de casa, y las  cosas no le fueron fáciles. Caminaba durante muchos días buscando un trabajo que no aparecía, iba de una entrevista a la otra, con poco dinero y poca suerte. Cada noche, al volver cansado y algo triste por no encontrar lo que buscaba, a la habitación que alquilaba, no tenía amigos con quiénes compartir sus vivencias. Y entonces la carga se hacía algo más pesada, más difícil de sobrellevar la distancia y las ausencias.
Un día, en una calle lejana, en la puerta de un bar, vio una bandera celeste, blanca y celeste. Y entonces, él contaba que supo que ahí seguramente tomaban mate, que ahí seguramente conocían el dulce de leche, que sabrían de Boca y de River y de un montón de cosas que él conocía. Y cada tarde antes de volver a su habitación, pasaba por el bar, y estar allí era como estar un poco más cerca de su tierra, de su casa.
Esa bandera, decía él, fue como un faro, fue como una manta, fue como un fuego encendido para que se encontrara más cerca, menos solo.

Y después una pregunta.

¿Qué es una bandera?

Les mostré las rutas que yo seguía en el gordísimo diccionario enciclopédico que ilustraba mi infancia sin google y encontramos la página central con el dibujo de todas las banderas del mundo.

Faaaaaaaaaaaa dijeron todas las bocas abiertas ante la misma imagen que me maravilló a mí treinta años atrás, y nos metimos a buscar respuestas y a buscar preguntas.

Cada uno (incluyéndome) investigó cómo se había inventado la bandera de algún otro país que no fuera el nuestro y aparecieron curiosidades de todo tipo: La bandera de Granada, por ejemplo, tiene una nuez moscada; la bandera de Cuba fue creada en Nueva York; el cielo estrellado que aparece en la bandera de Brasil es la formación de estrellas que se veían el 15 de noviembre de 1889, fecha en que se proclamó la república.
Leímos que el color rojo representaba el coraje, la sangre, la fuerza, que el color blanco pretendía pureza, que a veces las estrellas representan a la libertad.
Y así como en una bandera se ponen símbolos que representan virtudes de algún pueblo, también cada uno puede encontrar símbolos con los que puede identificarse, imágenes que lo representan.

Cada cual entonces buscó sus propios símbolos y creó su propia bandera.

Veinticuatro obras increíbles, llenas de significados, de emblemas. Cada cual hurgó en sí mismo para expresar aquellas cosas que lo representan.

Vimos entonces que cada cual podía a su vez meter su bandera dentro de una más grande, la bandera de la familia. Y a la vez, todas las familias bajo la bandera de un barrio. Y en una mamushka incesante, terminamos comprendiendo qué es lo que hay debajo/adentro de una bandera.

La matria, la patria, la madre patria, la madre tierra, el orígen, la tribu, la nacionalidad, la identidad, la sangre, las banderas.

Muy bien, un concepto inmenso, pero sé que lo hemos comprendido. Lo hemos pasado por nuestra propia historia, por el filtro de nuestra propia vida pequeña.

Y ahora que sabemos que una bandera somos nosotros... ¿cuál será nuestra promesa?

Sólo puede prometerse lo que se está dispuesto a cumplir. Entonces, ellos son quienes decidirán esa promesa.

En una mañana en la que movimos el cielo y la tierra, estos veinticuatro niños que arañan los diez añitos, redactaron esta promesa (a la bandera):

No matarnos entre nosotros;estar siempre juntos, evitando entre nosotros la maldad, la crueldad y la guerra; cuidarnos los unos a los otros; hacer brillar nuestros colores; tratarnos bien; no mentir; no traicionarnos; no traicionar a los animales; protegerte de cualquier daño, agradecerte por darnos coraje, nunca negarte, y no prometer lo que no podamos cumplir."

Y yo creo que es una promesa que habría que recitar en cada casa antes de salir a la calle a vivir en esta sociedad de cada día que supimos construir.





domingo, 9 de junio de 2013

Querido diario (es otoño, llueve y hace frío)

(Cuando la vida llega hasta sus bordes, la cosa se pone oscura, el ojo de la tormenta es la caja de Pandora por la que hay que pasar.
Escucho todo el tiempo, mientras la vida arrasa, a la esperanza cantando en el fondo de la caja.)

Hoy es domingo.
El día de mi encuentro, del candombe por el barrio, en la vereda o en algún living generoso y lo suficientemente amplio como para albergar a este ser colectivo que nos nuclea, mi Cumparsa, en caso de lluvia persistente, para que no se apague el fuego que arde cuando se junta esta gente.

En este tren de ver quién soy y qué es lo que me hace feliz (trabajo práctico en el que ando intentando a ver si me recibo de una vez..) me fui siguiendo el impulso de unas ganas tremendas y una falta de vergüenza gloriosa, nacida del disfrute de lo ridículo que supe conseguir, me descolgué el tambor y me fui al corazón del candombe, a bailarlo.

Me dí permiso de bajarme de la calesita de tener que mostrarme fuerte y poderosa para ver cómo es sentirse fuerte y poderosa sin tener porqué mostrarlo, y me permití ser todo lo hermosa que pudiera sentirme. Eso que nadie me había enseñado, lo leí por todos lados y, lentita como siempre fui, creo que lo entendí después de un rato de vida increíblemente largo.

Y mientras se me iba el cuerpo en esas curvas que se trepaban por mis piernas hamacándome en el aire, haciéndome nadar en el mar que suena cuando baten los parches, sentía claramente mi cuerpo entero volar sobre la calle.

El candombe es una danza de mujeres, porque es en su esencia, una danza de agua.
Solo las mujeres sabemos cómo se mueve el agua, porque así es como la vida viene al mundo a través de nuestros cuerpos inundados, redondos, llenos. Las mujeres, la luna, el agua.

La fuerza del varón da la cadencia en el vibrar del tambor que abraza, que lleva, que acaricia o agita las aguas, que repica y provoca un empujón, que llama.

Alguna vez las mujeres supimos que bailar era dejarse atravesar por el amor de la Tierra y el Cielo.
Como todo lo demás.

Cuando me pierdo bailando, por fin me encuentro.