sábado, 10 de octubre de 2015

Paisaje sin nombre.

 María Natividad Llaneza. 
Yo te nombraba abuela.

Cuando era habitante de los territorios de la infancia, algunas de mis jornadas las pasaba ayudando a mi abuela con las tareas de la casa. Era lindo andarle detrás como un pato, llevando pañuelos planchados al ropero, o sobre los patines de paño en el suelo de madera lustrado.

Ella tenía toda una rutina, todo el día organizado en una serie de actividades que arrancaban después de los mates de las ocho de la mañana: Aseo de la casa, aseo de la ropa, cocina y al final, a la tarde temprana, merienda y labores. Siempre andaba tejiendo o bordando algo, mi abuela. Nunca las manos ociosas.

Había algo ritual en toda esa rutina diaria. Ella hacía cada cosa sin apuro, no era su meta terminar. Y naturalmente, todo el ajetreo estaba listo a las dos de la tarde, que era cuando empezaba el ciclo de películas viejas en la tele, y mientras yo le cebaba mate, ella tejía con Lolita Torres cantando como un canario a la hora de la siesta.

Cada tanto, en el ciclo, había un día distinto, en donde era tiempo de hacer algo cuyo ritmo era más lento que el diario, como el día de limpiar los vidrios, o el de limpiar la heladera, o el de guardar la ropa de invierno y sacar la de verano (este era como un día de fiesta, porque casi que no se podía hacer nada más, e incluso se invitaba a las tías a participar de la jornada...)

Me recuerdo ayudándola a tender las sábanas sobre la enorme cama de madera oscura, de respaldo alto y liso, y música de resortes. El colchón pesaba como una ballena.
Sus sábanas eran enormes, sin elásticos, y todo era una clase de plegado y torzadas para que cada esquina del colchonote quedara prolijamente cubierta. Ella me iba dirigiendo desde su punta, y yo repetía cada maniobra con atención de aprendiz y dándole la necesaria seriedad a la tarea.

Rallar pan viejo y moler café eran mis especialidades en la cocina, y podía llegar a trompearme con mi hermano si osaba pisar mi territorio y birlarme los molinillos. Uno se enchufaba y tenía un poderoso botón rojo que había que pulsar con mucho talento para que no se quemara el motorcito. El otro era pura fuerza de manivela.

Nunca había apuro, nunca empujones, nunca reprimendas cuando las manos pequeñas y aún torpes derramaban, o soltaban, o no lograban hacer coincidir las puntas de un pañuelo bajo la plancha. Siempre la mano tibia y amorosa de mi abuela cubriendo las mías, enseñándome mientras hacía, a reparar, a limpiar, a lograr las simétricas coincidencias necesarias para la belleza. El amor y la paciencia en cada uno de sus gestos, hasta que mis manos se sentían seguras de conquistar la tarea.
Después, en el tiempo del mate y las labores de la tarde, ella me contaría alguna historia de cómo ella misma había tenido que probar y practicar hasta por fin conquistar alguno de sus tantísimos talentos. Otras veces, me regalaría una historia de su propia infancia, allá en los prados y valles de Asturias, del tiempo en que hacía travesuras con aquella amiga que nunca olvidó. O de cuando mi mamá era pequeña y el barrio era un gran patio de puertas abiertas, clubes y bailes en las veredas.


Cuando me gana este presente y su endiosamiento de la velocidad, y sin darme cuenta empiezo a dejar que se acelere mi paso por el día, la esquina de una cama logra milagrosamente traerme de vuelta, tendiendo un puente desde la luz de esta mañana hasta aquellos territorios de mi infancia. Hasta aquella sabiduría cotidiana de mi abuela.







miércoles, 9 de septiembre de 2015

"Que seas bien inscripto y rubricado" Jatimá tová! (Diario de Yentl)

A los diecinueve años, con una certeza absoluta, hice mi conversión al judaísmo.
Unas se anotan en un equipo de vóley, otras en danzas, en patín artístico o en pintura. A mí me invadía la devoción, y no sabía a qué cosa entregarla. Mi padre había sido un hombre religioso, con abundantes citas bíblicas en su hablar cotidiano, y una admiración por el Cristo que lo hacía llegar siempre a la emoción. Era un místico. Uno bastante intenso.
Me enojé tanto con él que un día me fui a dar la vuelta a los dioses para, en principio, discutirle uno por uno los puntos de su fe en mi corazón.

Lo primero que hice fue desechar su dogma y lanzarme al desierto.

Caminando el judaísmo (digo el judaísmo porque es más que la religión judía, es también la cotidianidad de un pueblo, y se puede ser judía sin practicar su religión, pero yo le entré con todo, como corresponde. Nunca a medias..) comprendí algo fundamental. Si la vida no se vive de acuerdo a lo que dicta la fe, las ideas que se defienden (sea religión, ideología política, ideología filosófica, etc), es teoría. Es mentira.
En sus rituales encontré la voluntad puesta al servicio del sentido del símbolo. Cada día sagrado, sus comidas, sus oraciones, sus relatos, todo un manual de instrucciones precisas de cómo recordar: a traves del sentir, del vivenciar, de volver a pasar por el corazón a través de los sentidos y la memoria.

Todas las fiestas del calendario eran una oportunidad de detener el tiempo y volver a la contemplación de la propia humanidad, a través de instrucciones precisas. En los símbolos de cada fiesta, en su ritual específico, el alma hacía un recorrido guiada por las acciones, por el hacer y la palabra. Eran como una maravillosa meditación dirigida.
Entre todas, había una que me parecía la más indispensable de todas, y solo le encontré un paralelo en la cultura Maya y su día fuera del Tiempo.
1 del mes de Tishrei es la fecha que marca Rosh Ashaná, o Cabeza de Año. Y al día siguiente, luego de los festejos, de la familia y los banquetes, comienzan los Iamim Noraim, los Días Terribles.
Durante ese tiempo, tu libro de la vida (registro akáshiko) está abierto, y se sellarán los acontecimientos de tu vida para el próximo año. Y acá, nada de arreglarlo rezando doscientos padrenuestros. Tenías que hacer una retrospectiva de tu año, ver en qué la habías pifiado, y arreglarlo. Al final de los diez días, la última oportunidad de cambiar tu destino llegaba con Iom Kipur, Día del perdón. Ayunar, perdonar, perdonarse y pedir perdón. Y que se escribiera para ese año una página luminosa para el libro de tu vida.

Hoy, veintitantos años lejos de aquellos días míos de ser Yentl, conservo intacto el espíritu de detenerme a contemplar, en la rueda del propio año, cómo han sido los pasos del camino que transité y hasta donde me llevaron, a dónde me trajeron, porque es la única manera de dejar de cometer una y otra vez los mismos errores, el hábito de la inercia, de la falta de conciencia de uno mismo, que lleva al fracaso a tantas buenas y nobles empresas.

Pegar una frenada, aflojar con la maldita velocidad que te hace llevarte todo puesto por el camino, darte vuelta y mirar el tendal. Y cometer el supremo acto de libertad y voluntad que implica cambiar, transformarse, dejar de hacer y hacerse daño, ver cómo es esto de crecer.

Shaná Tová Umetuká. Y que el pedir perdón suene dulce en tu boca como una manzana con miel.







sábado, 15 de agosto de 2015

Romper el arquetipo de la violencia

Me recuerdo en mañanas de sol, con mi guardapolvo blanco, sentada sola leyendo el diccionario en el patio de la escuela.

No tenía muchos amigos. No tenía ninguno, creo, aunque algunas niñas insistían en serlo. A mi, los otros me daban miedo.

En mi casa, los días casi siempre se convertían en algo parecido al infierno, sospecho, porque yo vivía en estado permanente de miedo. Mis papás estaban muy, muy, muy enojados la una con el otro y viceversa, y cualquier cosa desataba las batallas más violentas, las palabras de puteadas de ida y de vuelta por encima de nuestras cabezas, los ademanes mutuos de amenazas y de revoleos. Recuerdo el gesto de dejar el cuerpo quieto, quedar como congelada, con la esperanza de que recordaran el lugar en donde nos habían visto la última vez antes de quedar ciegos de ira, y salvarnos de que nos golpearan por accidente, o nos llevaran por delante en su furia. Sé ahora por qué la sensación de miedo me paraliza. Es una defensa, mínima defensa mal aprendida.

En los recreos de quinto grado, yo leía el diccionario, todas las palabras del diccionario, porque necesitaba entender si era o no mi culpa que en mi casa la violencia estallara como en un campo minado. Porque la violencia, que pasaba a lo físico en ademanes, estallaba y corría más que nada en la palabra.

Hoy, a la luz de la violencia cotidiana de estos tiempos que me tocan siendo ya adulta, me pregunto qué habrá pasado con los otros niños pertenecientes a mi generación, cuando veo cómo nos vinculamos nosotros, estos adultos maduros nacidos en la década del setenta y alrededores, cómo es nuestro trato en lo cotidiano, nosotros la actual generación de padres criando, dando forma a las generaciones venideras. Delante de ellos, a los gritos, entre nosotros, desde nosotros hacia ellos.. La amenaza, el castigo, el grito más fuerte, la cara más terrible, el ceño más fruncido, el puño más en alto definen la discusión.

Mejor que los otros me tengan miedo y ni se me acerquen, pareciera ser nuestro lema generacional.

Entre nosotros los adultos está legitimada la amenaza verbal y hasta física en cualquier ámbito, en el ámbito escolar y el de la salud es donde más emerge esta forma de relacionaros.

Pienso que, en la crianza que recibimos, la violencia fue mucho más común de lo que nos gusta admitir, de lo que podemos admitir sin que nos duela.

La educación es para mí una pregunta, un desafío, la necesidad de comprender de qué manera se opera sobre las construcciones sociales violentas como individuo. Dónde es que se invisibilizan los mecanismos que nos enseñan a ser chacales de los otros. Cómo se hace para ser un adulto sano, fraternal, humano.

Hay quienes piensan que lo más importante que un niño tiene que aprender en la escuela es a operar matemáticamente de manera fría y mecánica y a saberse los nombres de todas las cosas y sus correspondientes clasificaciones, como si educar a un niño fuera algún tipo de adiestramiento para meterlos en alguna picadora de carne de algún sistema que necesita que ellos respondan como piezas. Y eso también implica no diferenciar entre lo que pueden y lo que no, sino obligarlos a la forma que desde el pasado les imponemos, la forma adecuada, la forma necesaria, amputándoles así cualquier posibilidad de modificar el futuro. No podemos tomar de ellos ningún mensaje, ningún aprendizaje. Nos espantamos y nos desesperamos por violentarlos y hacerlos encajar en un molde insano, vertiginoso, competitivo, despiadado y violento que ni siquiera nos gusta.

Estamos locos.

Cada vez siento más la convicción de que criar, educar, tienen que ver con la inmensa tarea de volverse un ser humano, parte de un sistema social humano que no devore a sus crías ni arroje a los imperfectos al Taigeto; una humanidad que no se reproduzca tan solo por placer o por egoísta necesidad de trascendencia, o por miedo a la soledad de la vejez; una humanidad que abra en su vida espacios para cultivar otras vidas, nuevas vidas. Y eso no solo involucra a los que deciden físicamente ser padres, sino a una sociedad humana que comprenda la niñez, la adolescencia y la juventud con la misma veneración que debe ser mirada la vejez y procure los cuidados sociales necesarios.

Lo digo habiendo sido en algún momento una madre horrible con mi pequeña hija, reproduciendo los modelos de vínculos violentos que se dieron en mi crianza.
Lo digo habiéndome permitido cuestionarme mis propias formas, comprendiendo que no son naturales en mí, sino adquiridas, porque creo, habiendo visto durante años y años crecer a los niños, que la esencia humana es realmente luminosa y plena de amor si no se la perturba con crueldades materialistas, y que es posible sanar una mirada cultural, transformándola al ritmo que marca la realidad de los que van naciendo detrás.
Lo digo caminando de la mano de mi hija y de los niños de mi escuela la dura tarea de traer lo nuevo y lograr que nosotros, endurecidos y aterrados, logremos comprenderla.





domingo, 3 de mayo de 2015

Lunes

Tu silencio es un abrigo
una capa de reina cotidiana
una manta
es un abrazo de absoluta confianza
un lugar habitado.

Tu silencio es un cuenco de brazos
donde reposa sin alerta mi cuerpo de guerrera
y baja mi alma la guardia.

Tu silencio es liviano
porque las palabras no pesan
la condena de ser acalladas.
Tu silencio está lleno de tu voz
en tu silencio se escuchan tus palabras.

Estás en tu silencio.
De tu silencio me llevo las preguntas necesarias.

martes, 31 de marzo de 2015

Declaración de otoño.

Yo creo que algo he comprendido, pero aún no sé bien qué.
Me duermo cada noche con una pregunta.

¿Cómo es construir algo que no existe?
¿Cómo es inventar una nueva manera, una forma nueva?
¿Cómo es dar vida a algo que aún no está sobre el planeta?

Y se me llenan los pasos de respuestas.

Todo lo que he pedido, va llegando. Lo importante es dejar de hablar y darme cuenta.
Y entregarme a lo que sucede como quien entra suavemente al agua transparente de la pileta, dejando que lo líquido me envuelva y casi me vuelva un pedazo de agua.
Sin temer.
Porque si lo he pedido, es lo que he pedido.
Y esa confianza no es ciega. Es fe.
Fe en mí, fe de saber que sabré merecer y recibir a manos llenas aquello que mi boca tanto dijo, aquello que tanto caminé dentro de mí para encontrar.

Así se vuelve sagrado el sentido de mi vida, de las millones de vidas que me rodean, que se tejen con la mía.

Así se vuelve bendición esta tarea de enseñar mientras aprendo con los niños de mi vida.

Así se vuelven tus manos en mis palmas, en mis brazos, sutiles en mi espalda en el abrazo con el que me gusta envolverme, una verdad inmensa, presente en un instante, y mi cabeza está sobre mis piés, y en el medio, toda yo, en cada uno de mis poros.







lunes, 23 de febrero de 2015

Panambí porá.


Había tantas palabras revoloteando en mi cabeza, saliendo de mi boca a borbotones, saliendo de las bocas de los otros, enunciando propuestas y caminos, opiniones y teorías, y verdades y mentiras.
Las palabras no bajaban a la Tierra.
Invadían el aire como moscas, como alguaciles, como pájaros torpes.
Palabras sobre palabras, tapando a las palabras, pisando a las palabras, se volvieron pesadas y se me vinieron todas encima, una noche, como una avalancha, cargadas de la misma fuerza que no ponían en marcha, me taparon, me agobiaron, arrasaron conmigo como un alud, y se me fue toda la fuerza en la fuerza que hacía para salvarme torciendo a los demás con mi palabra.

En un otoño, una noche, se me cayeron como hojas secas todas, todas, todas las palabras.

Me quedé muda.
Me quedé muda, en cuarentena, porque cada vez que abría la boca, salía un gemido, un llanto, y no podía articular palabra.

Dormí un silencio largo mientras llegaba en el tiempo la noche más larga, el día más oscuro. El invierno me encontró con el silencio justo como para sembrar las semillas necesarias.

Las palabras habían perdido la capacidad de servirme.
Tenía que volver a hablar sin las palabras.

Como el que aprende a caminar con su pierna ortopédica después del accidente, o a ver con las manos, o a escuchar con los ojos, tenía que encontrar por dónde mi voz podría ser manifestada.
Llegó la respuesta en los vivos colores de unos ovillos de lana.

Hice hablar a mis manos, palabras silenciosas fueron las hebras de las mantas que tejía sin pensar en palabras. Pensaba en colores, en la luz que darían sus colores tejidos en simétrica trama. Pensaba en la palabra abrigo y tejía con el cuerpo tibio mientras afuera el viento y la lluvia silbaban, agitando mis ventanas.

De a poco fui aprendiendo a hacer hablar al cuerpo.
Dejando que la palabra me pasara a través, atravesándome en el parto, se convirtió la palabra en Verbo.

Y en ese tránsito, se me llenó el cuerpo de Fe.

Cuando fue primavera, vino el mundo a golpearme la puerta. Y de atrevida, le dije que sí.

Me saqué los zapatos, dejé que el sol le diera despacio una caricia a la piel nueva, mientras todavía caían los restos del gusano valiente que fuí cuando decidí dejar de ser gusano.

Y llegaron los increíbles, dulces, abundantes frutos del verano.
Y fue tiempo de volar, de empezar a aprender cómo es esto de ser mariposa.

Sólo recuperé las palabras justas.
Demasiadas palabras ponen lastre a las alas.





lunes, 16 de febrero de 2015

Pensamiento que florece después de una sobredosis de candombe.

Hay algunos que tienen una vida de mierda.
Andan todo el tiempo vomitando protestas y puteadas, un día, y otro día, y cada día, y esperan el sábado como un oasis, pero nada, nada les llena ese agujero negro en el centro, que todo lo consume y con nada se siente satisfecho.
Vos mismo tuviste alguna vez una vida de mierda hasta que una mañana, o una tarde, o después de la última borrachera, dijiste "basta, basta, esto es una vida de mierda."
Y algo pasó.
Y algo se rompió.
Y empezaste el lento y doloroso parto de encontrarle un sentido a tu vida, a todas las pequeñas y miserables vidas que se apiñan en un bondi, en un ministerio, o en una oficina.
Dolió.
Dolió como operarse una muela sin anestesia. Hasta que te arrancaste la última costra de gusano, y cambiaste de ojos, y cambió tu corazón de domicilio.
Y mientras andás volando, los otros, los que no se atreven aún a arrancarse la piel para liberar sus alas, te tiran con piedras, con flechas, con botellas, para que no te conviertas en la prueba de su oscura cobardía.

sábado, 24 de enero de 2015

Se trata de nosotras... (navegaciones en el medio de la ola que se formó bajo mis pies)

Mucho tiempo anduve por la vida muy, muy enojada.

De las muchas frustraciones bien ganadas a fuerza de mentales expectativas malogradas, se sumaba un enojo ancestral heredado: yo había nacido mujer, y eso era una continua desgracia.

De andar jugando feliz en la calle al sol, en cueros como mis primos y hermano, mi cuerpo pasó a ser el motivo de que tuviera que vestirme, taparme, y  dejar de andar abrazando así a los varones.

Mi cuerpo, de un verano al otro, aparentemente se había transformado en un peligro. Tenía que empezar a aprender a usarlo como un arma, o se convertiría en un yunque.

Lo primero que aprendí fue a controlar desesperadamente su peso, su volumen y el rellenamiento armónico de sus redondeces. ¿Los varones hacían el servicio militar a los 18? yo venía disciplinando como un samurai mis comidas, no en función de mi sana alimentación sino de que me calzaran los pantalones talle 38, que era la frontera con el yunque...

Vivía oscilando entre tapar mis formas cuando sentía la amenaza de la avidez en alguna mirada, a exponerlas cuando buscaba obtener alguna ganancia.

Nunca logré acostumbrarme al acoso del piropo callejero. Mucho menos a la violencia verbal, a que alguien se sintiera con derecho a gritarme gorda, largá los postres desde un auto, a provocarme una herida narcisista por no cuadrar con su concepto de belleza y tener la osadía de salir a la calle a pavonearla.

Nunca logré acostrumbrarme a ser una puta o una histérica, o una pesada si me quedaba afectivamente enganchada. Nunca logré que fuera natural que me mintieran, que fuera aceptable, porque es común que los hombres engañen a las mujeres, ellos tienen otras necesidades.

Yo jamás me sentí con derecho a poner mi mano sobre un pantalón masculino sin permiso. Sin embargo, muchos de ellos han puesto la suya sobre mi cuerpo en transportes públicos, calles solitarias o lugares públicos para robarme el pudor y correr. 

No me resigno a dar por sentado que el Hombre es un animal que no puede dominar sus instintos sexuales, que lo gobiernan por completo y nublan su entendimiento si una minifalda o un escote o un pantalón corto le muestran un poco más de piel.

No me resigno a que la pornografía sea cool. A tener la obligación de coger tres veces por semana para que mi vida sea normal. A estimular el deseo físico con artificialidades. A olvidarme del amor, de la entrega y de la unión con el otro y limitar la calidad del encuentro a la cantidad de orgasmos logrados.

De todas las formas de violencia contra la mujer, la más jodida es la que nos han enseñado tan bien, que nosotras mismas la ejercemos voluntariamente contra nosotras todos los días.

La cultura lleva en su sopa reglas no explicitadas que se dan por sentado en el diario vivir y se plasman en la idiosincracia. Acciones reflejas que se basan en los juicios que, aunque no se verbalizan, mueven la voluntad.

Así como está implícitamente establecido, por ejemplo, que el color de la piel es como un termómetro de "primitividad y peligrosidad del otro" (esos negros de mierda, ese negro tiene cara de chorro, etc) también está establecido y bien claro que el cuerpo femenino es propiedad pública.

Es objeto de placer.
Es incubadora reproductiva.
Es accesible por la fuerza.
Y, como no tiene alma, se lo puede utilizar y luego desechar sin vida en una bolsa de consorcio, y la sociedad no se indignará por eso.
Nosotras no nos indignaremos por eso.

Y entregamos sexo a cambio de amor, y no son la misma moneda.
Y nos arrancamos los pelos con cera caliente, y ayunamos, y nos planchamos, nos pintamos, nos disfrazamos de osadas o de princesas de Disney, desesperadas porque ya no entendemos qué somos, qué debemos ser, qué es lo que queremos y qué lo que nos hicieron creer que queremos.

Porque desde una mala interpretación de los libros sagrados en adelante, la mujer y la serpiente, la culpa y la manzana, todo en la misma bolsa, y el hombre, picado por el frío del miedo, saltó a la vereda opuesta, al lado de los dioses, a pedir que la mataran por tentarlo.

¿Cuándo fue que el Hombre decidió que la Mujer no tiene Alma?
Fue el día en que la miró con miedo y no pudo ya ver en los ojos de ella el reflejo del alma suya. 
La vio vacía porque la miró con los ojos, ya no con el alma, ya no con amor. La miró con miedo.
Y se sabe que si alguien no es mirado con amor, no puede aprender a mirarse con amor.

El cuerpo femenino es una amenaza en sí mismo, es una puerta al poder.











miércoles, 21 de enero de 2015

Comprender

Juana preguntaba:
¿Por qué llueve?

Y la mamá y la maestra le explicaban que el agua se evaporaba y subía y formaba las nubes, y las nubes se cargaban, y chocaban y el agua caía.

Pero Juana preguntaba:
¿Por qué llueve?

Y entonces los psicólogos decían que tenía un retraso madurativo, o dificultades de aprendizaje, o TGD o DDA, y que por eso no entendía.

Pero Juana preguntaba:
¿Por qué llueve?

Y yo sabía que esa pregunta era el rastro del camino para encontrar a Dios y preguntarle, ¿por qué Yo? y brillar con la respuesta.

domingo, 18 de enero de 2015

Panambí (mariposa, alma del mundo)





Ando entre tambores desde hace muchos años,desde que apenas se entreabrían las puertas para dejarnos entrar a tocar a un mundo masculino, tomado por asalto y sin consulta, como hasta ahora en la Historia del mundo y la invisibilidad de las mujeres.

Todavía sonaba fuerte en la cultura lo que era "cosa de hombres" y lo que era "cosa de mujeres", y cruzar esas fronteras nos obligaba a un sacrificio. Ser mujeres masculinas, masculinizadas.

Para que me dejaran pasar sin desconfianza, primero, allá lejos, tuve que aprender a ponerme combativa, a ladrar y aporrear los parches para demostrar que, a pesar de tener tetas y carecer de poronga, sí tenía "huevos" para tocar.

Así, en un interminable exámen de ingreso, anduve muchos tambores con tanto miedo de fallar, que no lograba encontrar el sonido de mi corazón. No lograba sonar, pero tocar, tocaba.

Un día el sonido, de tanto que lo pedi, me encontró a mí.

Era mi cumpleaños número 33. Acababa de terminar la relación más turbulenta de mi vida. Finalmente, había decidido abandonar un mandato y descubrir el camino de entregarme al mundo para descubrirme a mí. Y caminando por Avenida de Mayo, oí sonar las cuerdas de candombe.
Me subio un rio por las venas, y dejando que se movieran solas mis caderas, me fui llevada por una música que me sonaba como el río.

Encontré el candombe. O el candombe me encontró a mí.

Cuando ya éramos varias las que andábamos disfrazadas de muchachos rudos, apaleando parches por acá y por allá, de tanto vernos, de tanto cruzarnos por todas partes, un espacio (o varios) se gestó en el aire.

Entonces vio la luz la primera comparsa solamente de mujeres, y ahí andaba yo en sus aguas. Primer milagro, primer intento.

Pero como pasa siempre, hay algo que tenemos aprendido en el formato en que lo hemos padecido, y para verlo y cambiar, hay que sufrirlo.

Todo lo que aprendimos de ellos (el poder, la competencia, la exclusion, la búsqueda de ganancia, el elitismo) brotó desde el pantano de rencor sobre el que nos habíamos parado para nacer. La víctmia aprende a ser victimaria, el esclavo a tiranizar, el excluido a excluir, y no, no era así, no era eso. Se nos salia del cuerpo tanto veneno respirado tantos siglos, que yo sentía que nos estábamos volviendo ellos.

En el tiempo de partir y de empezar a andar a solas los caminos, cuando por fin tuve claro todo lo que no, fue tiempo de empezar a ver las imágenes de lo que sí.

Y en las imágenes yo veía una hoguera, y mujeres, una ronda de muchas mujeres, y la alegría, y la música bajando por los cuerpos, y cada una buscando su lugar, su lugar para ser lazo en la trama de algo, de una red, de una manta. Volver a ser amiga mía, volver a ser amiga de las mujeres, desearme lo más cálido, lo mejor, y desearlo para mis hermanas. Sin caciques, sin poderes, haciendo realidad en la horizontalidad de la trama, eso que siempre supimos las mujeres: el poder debe ser una manta, porque si se concentra en un punto, crece un tumor, y el tejido hace metástasis y la esencia se muere.

Soñé con un lugar en donde fuera verdad el arte de dejar que la música nos haga a nosotras, nos ilumine, nos encuentre.
Un lugar para aprender a confiar.
Un lugar para decir con amor, un lugar para abrazar y matar al miedo, a la soledad y a la muerte.