miércoles, 9 de septiembre de 2015

"Que seas bien inscripto y rubricado" Jatimá tová! (Diario de Yentl)

A los diecinueve años, con una certeza absoluta, hice mi conversión al judaísmo.
Unas se anotan en un equipo de vóley, otras en danzas, en patín artístico o en pintura. A mí me invadía la devoción, y no sabía a qué cosa entregarla. Mi padre había sido un hombre religioso, con abundantes citas bíblicas en su hablar cotidiano, y una admiración por el Cristo que lo hacía llegar siempre a la emoción. Era un místico. Uno bastante intenso.
Me enojé tanto con él que un día me fui a dar la vuelta a los dioses para, en principio, discutirle uno por uno los puntos de su fe en mi corazón.

Lo primero que hice fue desechar su dogma y lanzarme al desierto.

Caminando el judaísmo (digo el judaísmo porque es más que la religión judía, es también la cotidianidad de un pueblo, y se puede ser judía sin practicar su religión, pero yo le entré con todo, como corresponde. Nunca a medias..) comprendí algo fundamental. Si la vida no se vive de acuerdo a lo que dicta la fe, las ideas que se defienden (sea religión, ideología política, ideología filosófica, etc), es teoría. Es mentira.
En sus rituales encontré la voluntad puesta al servicio del sentido del símbolo. Cada día sagrado, sus comidas, sus oraciones, sus relatos, todo un manual de instrucciones precisas de cómo recordar: a traves del sentir, del vivenciar, de volver a pasar por el corazón a través de los sentidos y la memoria.

Todas las fiestas del calendario eran una oportunidad de detener el tiempo y volver a la contemplación de la propia humanidad, a través de instrucciones precisas. En los símbolos de cada fiesta, en su ritual específico, el alma hacía un recorrido guiada por las acciones, por el hacer y la palabra. Eran como una maravillosa meditación dirigida.
Entre todas, había una que me parecía la más indispensable de todas, y solo le encontré un paralelo en la cultura Maya y su día fuera del Tiempo.
1 del mes de Tishrei es la fecha que marca Rosh Ashaná, o Cabeza de Año. Y al día siguiente, luego de los festejos, de la familia y los banquetes, comienzan los Iamim Noraim, los Días Terribles.
Durante ese tiempo, tu libro de la vida (registro akáshiko) está abierto, y se sellarán los acontecimientos de tu vida para el próximo año. Y acá, nada de arreglarlo rezando doscientos padrenuestros. Tenías que hacer una retrospectiva de tu año, ver en qué la habías pifiado, y arreglarlo. Al final de los diez días, la última oportunidad de cambiar tu destino llegaba con Iom Kipur, Día del perdón. Ayunar, perdonar, perdonarse y pedir perdón. Y que se escribiera para ese año una página luminosa para el libro de tu vida.

Hoy, veintitantos años lejos de aquellos días míos de ser Yentl, conservo intacto el espíritu de detenerme a contemplar, en la rueda del propio año, cómo han sido los pasos del camino que transité y hasta donde me llevaron, a dónde me trajeron, porque es la única manera de dejar de cometer una y otra vez los mismos errores, el hábito de la inercia, de la falta de conciencia de uno mismo, que lleva al fracaso a tantas buenas y nobles empresas.

Pegar una frenada, aflojar con la maldita velocidad que te hace llevarte todo puesto por el camino, darte vuelta y mirar el tendal. Y cometer el supremo acto de libertad y voluntad que implica cambiar, transformarse, dejar de hacer y hacerse daño, ver cómo es esto de crecer.

Shaná Tová Umetuká. Y que el pedir perdón suene dulce en tu boca como una manzana con miel.