sábado, 24 de enero de 2015

Se trata de nosotras... (navegaciones en el medio de la ola que se formó bajo mis pies)

Mucho tiempo anduve por la vida muy, muy enojada.

De las muchas frustraciones bien ganadas a fuerza de mentales expectativas malogradas, se sumaba un enojo ancestral heredado: yo había nacido mujer, y eso era una continua desgracia.

De andar jugando feliz en la calle al sol, en cueros como mis primos y hermano, mi cuerpo pasó a ser el motivo de que tuviera que vestirme, taparme, y  dejar de andar abrazando así a los varones.

Mi cuerpo, de un verano al otro, aparentemente se había transformado en un peligro. Tenía que empezar a aprender a usarlo como un arma, o se convertiría en un yunque.

Lo primero que aprendí fue a controlar desesperadamente su peso, su volumen y el rellenamiento armónico de sus redondeces. ¿Los varones hacían el servicio militar a los 18? yo venía disciplinando como un samurai mis comidas, no en función de mi sana alimentación sino de que me calzaran los pantalones talle 38, que era la frontera con el yunque...

Vivía oscilando entre tapar mis formas cuando sentía la amenaza de la avidez en alguna mirada, a exponerlas cuando buscaba obtener alguna ganancia.

Nunca logré acostumbrarme al acoso del piropo callejero. Mucho menos a la violencia verbal, a que alguien se sintiera con derecho a gritarme gorda, largá los postres desde un auto, a provocarme una herida narcisista por no cuadrar con su concepto de belleza y tener la osadía de salir a la calle a pavonearla.

Nunca logré acostrumbrarme a ser una puta o una histérica, o una pesada si me quedaba afectivamente enganchada. Nunca logré que fuera natural que me mintieran, que fuera aceptable, porque es común que los hombres engañen a las mujeres, ellos tienen otras necesidades.

Yo jamás me sentí con derecho a poner mi mano sobre un pantalón masculino sin permiso. Sin embargo, muchos de ellos han puesto la suya sobre mi cuerpo en transportes públicos, calles solitarias o lugares públicos para robarme el pudor y correr. 

No me resigno a dar por sentado que el Hombre es un animal que no puede dominar sus instintos sexuales, que lo gobiernan por completo y nublan su entendimiento si una minifalda o un escote o un pantalón corto le muestran un poco más de piel.

No me resigno a que la pornografía sea cool. A tener la obligación de coger tres veces por semana para que mi vida sea normal. A estimular el deseo físico con artificialidades. A olvidarme del amor, de la entrega y de la unión con el otro y limitar la calidad del encuentro a la cantidad de orgasmos logrados.

De todas las formas de violencia contra la mujer, la más jodida es la que nos han enseñado tan bien, que nosotras mismas la ejercemos voluntariamente contra nosotras todos los días.

La cultura lleva en su sopa reglas no explicitadas que se dan por sentado en el diario vivir y se plasman en la idiosincracia. Acciones reflejas que se basan en los juicios que, aunque no se verbalizan, mueven la voluntad.

Así como está implícitamente establecido, por ejemplo, que el color de la piel es como un termómetro de "primitividad y peligrosidad del otro" (esos negros de mierda, ese negro tiene cara de chorro, etc) también está establecido y bien claro que el cuerpo femenino es propiedad pública.

Es objeto de placer.
Es incubadora reproductiva.
Es accesible por la fuerza.
Y, como no tiene alma, se lo puede utilizar y luego desechar sin vida en una bolsa de consorcio, y la sociedad no se indignará por eso.
Nosotras no nos indignaremos por eso.

Y entregamos sexo a cambio de amor, y no son la misma moneda.
Y nos arrancamos los pelos con cera caliente, y ayunamos, y nos planchamos, nos pintamos, nos disfrazamos de osadas o de princesas de Disney, desesperadas porque ya no entendemos qué somos, qué debemos ser, qué es lo que queremos y qué lo que nos hicieron creer que queremos.

Porque desde una mala interpretación de los libros sagrados en adelante, la mujer y la serpiente, la culpa y la manzana, todo en la misma bolsa, y el hombre, picado por el frío del miedo, saltó a la vereda opuesta, al lado de los dioses, a pedir que la mataran por tentarlo.

¿Cuándo fue que el Hombre decidió que la Mujer no tiene Alma?
Fue el día en que la miró con miedo y no pudo ya ver en los ojos de ella el reflejo del alma suya. 
La vio vacía porque la miró con los ojos, ya no con el alma, ya no con amor. La miró con miedo.
Y se sabe que si alguien no es mirado con amor, no puede aprender a mirarse con amor.

El cuerpo femenino es una amenaza en sí mismo, es una puerta al poder.











miércoles, 21 de enero de 2015

Comprender

Juana preguntaba:
¿Por qué llueve?

Y la mamá y la maestra le explicaban que el agua se evaporaba y subía y formaba las nubes, y las nubes se cargaban, y chocaban y el agua caía.

Pero Juana preguntaba:
¿Por qué llueve?

Y entonces los psicólogos decían que tenía un retraso madurativo, o dificultades de aprendizaje, o TGD o DDA, y que por eso no entendía.

Pero Juana preguntaba:
¿Por qué llueve?

Y yo sabía que esa pregunta era el rastro del camino para encontrar a Dios y preguntarle, ¿por qué Yo? y brillar con la respuesta.

domingo, 18 de enero de 2015

Panambí (mariposa, alma del mundo)





Ando entre tambores desde hace muchos años,desde que apenas se entreabrían las puertas para dejarnos entrar a tocar a un mundo masculino, tomado por asalto y sin consulta, como hasta ahora en la Historia del mundo y la invisibilidad de las mujeres.

Todavía sonaba fuerte en la cultura lo que era "cosa de hombres" y lo que era "cosa de mujeres", y cruzar esas fronteras nos obligaba a un sacrificio. Ser mujeres masculinas, masculinizadas.

Para que me dejaran pasar sin desconfianza, primero, allá lejos, tuve que aprender a ponerme combativa, a ladrar y aporrear los parches para demostrar que, a pesar de tener tetas y carecer de poronga, sí tenía "huevos" para tocar.

Así, en un interminable exámen de ingreso, anduve muchos tambores con tanto miedo de fallar, que no lograba encontrar el sonido de mi corazón. No lograba sonar, pero tocar, tocaba.

Un día el sonido, de tanto que lo pedi, me encontró a mí.

Era mi cumpleaños número 33. Acababa de terminar la relación más turbulenta de mi vida. Finalmente, había decidido abandonar un mandato y descubrir el camino de entregarme al mundo para descubrirme a mí. Y caminando por Avenida de Mayo, oí sonar las cuerdas de candombe.
Me subio un rio por las venas, y dejando que se movieran solas mis caderas, me fui llevada por una música que me sonaba como el río.

Encontré el candombe. O el candombe me encontró a mí.

Cuando ya éramos varias las que andábamos disfrazadas de muchachos rudos, apaleando parches por acá y por allá, de tanto vernos, de tanto cruzarnos por todas partes, un espacio (o varios) se gestó en el aire.

Entonces vio la luz la primera comparsa solamente de mujeres, y ahí andaba yo en sus aguas. Primer milagro, primer intento.

Pero como pasa siempre, hay algo que tenemos aprendido en el formato en que lo hemos padecido, y para verlo y cambiar, hay que sufrirlo.

Todo lo que aprendimos de ellos (el poder, la competencia, la exclusion, la búsqueda de ganancia, el elitismo) brotó desde el pantano de rencor sobre el que nos habíamos parado para nacer. La víctmia aprende a ser victimaria, el esclavo a tiranizar, el excluido a excluir, y no, no era así, no era eso. Se nos salia del cuerpo tanto veneno respirado tantos siglos, que yo sentía que nos estábamos volviendo ellos.

En el tiempo de partir y de empezar a andar a solas los caminos, cuando por fin tuve claro todo lo que no, fue tiempo de empezar a ver las imágenes de lo que sí.

Y en las imágenes yo veía una hoguera, y mujeres, una ronda de muchas mujeres, y la alegría, y la música bajando por los cuerpos, y cada una buscando su lugar, su lugar para ser lazo en la trama de algo, de una red, de una manta. Volver a ser amiga mía, volver a ser amiga de las mujeres, desearme lo más cálido, lo mejor, y desearlo para mis hermanas. Sin caciques, sin poderes, haciendo realidad en la horizontalidad de la trama, eso que siempre supimos las mujeres: el poder debe ser una manta, porque si se concentra en un punto, crece un tumor, y el tejido hace metástasis y la esencia se muere.

Soñé con un lugar en donde fuera verdad el arte de dejar que la música nos haga a nosotras, nos ilumine, nos encuentre.
Un lugar para aprender a confiar.
Un lugar para decir con amor, un lugar para abrazar y matar al miedo, a la soledad y a la muerte.