sábado, 15 de agosto de 2015

Romper el arquetipo de la violencia

Me recuerdo en mañanas de sol, con mi guardapolvo blanco, sentada sola leyendo el diccionario en el patio de la escuela.

No tenía muchos amigos. No tenía ninguno, creo, aunque algunas niñas insistían en serlo. A mi, los otros me daban miedo.

En mi casa, los días casi siempre se convertían en algo parecido al infierno, sospecho, porque yo vivía en estado permanente de miedo. Mis papás estaban muy, muy, muy enojados la una con el otro y viceversa, y cualquier cosa desataba las batallas más violentas, las palabras de puteadas de ida y de vuelta por encima de nuestras cabezas, los ademanes mutuos de amenazas y de revoleos. Recuerdo el gesto de dejar el cuerpo quieto, quedar como congelada, con la esperanza de que recordaran el lugar en donde nos habían visto la última vez antes de quedar ciegos de ira, y salvarnos de que nos golpearan por accidente, o nos llevaran por delante en su furia. Sé ahora por qué la sensación de miedo me paraliza. Es una defensa, mínima defensa mal aprendida.

En los recreos de quinto grado, yo leía el diccionario, todas las palabras del diccionario, porque necesitaba entender si era o no mi culpa que en mi casa la violencia estallara como en un campo minado. Porque la violencia, que pasaba a lo físico en ademanes, estallaba y corría más que nada en la palabra.

Hoy, a la luz de la violencia cotidiana de estos tiempos que me tocan siendo ya adulta, me pregunto qué habrá pasado con los otros niños pertenecientes a mi generación, cuando veo cómo nos vinculamos nosotros, estos adultos maduros nacidos en la década del setenta y alrededores, cómo es nuestro trato en lo cotidiano, nosotros la actual generación de padres criando, dando forma a las generaciones venideras. Delante de ellos, a los gritos, entre nosotros, desde nosotros hacia ellos.. La amenaza, el castigo, el grito más fuerte, la cara más terrible, el ceño más fruncido, el puño más en alto definen la discusión.

Mejor que los otros me tengan miedo y ni se me acerquen, pareciera ser nuestro lema generacional.

Entre nosotros los adultos está legitimada la amenaza verbal y hasta física en cualquier ámbito, en el ámbito escolar y el de la salud es donde más emerge esta forma de relacionaros.

Pienso que, en la crianza que recibimos, la violencia fue mucho más común de lo que nos gusta admitir, de lo que podemos admitir sin que nos duela.

La educación es para mí una pregunta, un desafío, la necesidad de comprender de qué manera se opera sobre las construcciones sociales violentas como individuo. Dónde es que se invisibilizan los mecanismos que nos enseñan a ser chacales de los otros. Cómo se hace para ser un adulto sano, fraternal, humano.

Hay quienes piensan que lo más importante que un niño tiene que aprender en la escuela es a operar matemáticamente de manera fría y mecánica y a saberse los nombres de todas las cosas y sus correspondientes clasificaciones, como si educar a un niño fuera algún tipo de adiestramiento para meterlos en alguna picadora de carne de algún sistema que necesita que ellos respondan como piezas. Y eso también implica no diferenciar entre lo que pueden y lo que no, sino obligarlos a la forma que desde el pasado les imponemos, la forma adecuada, la forma necesaria, amputándoles así cualquier posibilidad de modificar el futuro. No podemos tomar de ellos ningún mensaje, ningún aprendizaje. Nos espantamos y nos desesperamos por violentarlos y hacerlos encajar en un molde insano, vertiginoso, competitivo, despiadado y violento que ni siquiera nos gusta.

Estamos locos.

Cada vez siento más la convicción de que criar, educar, tienen que ver con la inmensa tarea de volverse un ser humano, parte de un sistema social humano que no devore a sus crías ni arroje a los imperfectos al Taigeto; una humanidad que no se reproduzca tan solo por placer o por egoísta necesidad de trascendencia, o por miedo a la soledad de la vejez; una humanidad que abra en su vida espacios para cultivar otras vidas, nuevas vidas. Y eso no solo involucra a los que deciden físicamente ser padres, sino a una sociedad humana que comprenda la niñez, la adolescencia y la juventud con la misma veneración que debe ser mirada la vejez y procure los cuidados sociales necesarios.

Lo digo habiendo sido en algún momento una madre horrible con mi pequeña hija, reproduciendo los modelos de vínculos violentos que se dieron en mi crianza.
Lo digo habiéndome permitido cuestionarme mis propias formas, comprendiendo que no son naturales en mí, sino adquiridas, porque creo, habiendo visto durante años y años crecer a los niños, que la esencia humana es realmente luminosa y plena de amor si no se la perturba con crueldades materialistas, y que es posible sanar una mirada cultural, transformándola al ritmo que marca la realidad de los que van naciendo detrás.
Lo digo caminando de la mano de mi hija y de los niños de mi escuela la dura tarea de traer lo nuevo y lograr que nosotros, endurecidos y aterrados, logremos comprenderla.