sábado, 10 de octubre de 2015

Paisaje sin nombre.

 María Natividad Llaneza. 
Yo te nombraba abuela.

Cuando era habitante de los territorios de la infancia, algunas de mis jornadas las pasaba ayudando a mi abuela con las tareas de la casa. Era lindo andarle detrás como un pato, llevando pañuelos planchados al ropero, o sobre los patines de paño en el suelo de madera lustrado.

Ella tenía toda una rutina, todo el día organizado en una serie de actividades que arrancaban después de los mates de las ocho de la mañana: Aseo de la casa, aseo de la ropa, cocina y al final, a la tarde temprana, merienda y labores. Siempre andaba tejiendo o bordando algo, mi abuela. Nunca las manos ociosas.

Había algo ritual en toda esa rutina diaria. Ella hacía cada cosa sin apuro, no era su meta terminar. Y naturalmente, todo el ajetreo estaba listo a las dos de la tarde, que era cuando empezaba el ciclo de películas viejas en la tele, y mientras yo le cebaba mate, ella tejía con Lolita Torres cantando como un canario a la hora de la siesta.

Cada tanto, en el ciclo, había un día distinto, en donde era tiempo de hacer algo cuyo ritmo era más lento que el diario, como el día de limpiar los vidrios, o el de limpiar la heladera, o el de guardar la ropa de invierno y sacar la de verano (este era como un día de fiesta, porque casi que no se podía hacer nada más, e incluso se invitaba a las tías a participar de la jornada...)

Me recuerdo ayudándola a tender las sábanas sobre la enorme cama de madera oscura, de respaldo alto y liso, y música de resortes. El colchón pesaba como una ballena.
Sus sábanas eran enormes, sin elásticos, y todo era una clase de plegado y torzadas para que cada esquina del colchonote quedara prolijamente cubierta. Ella me iba dirigiendo desde su punta, y yo repetía cada maniobra con atención de aprendiz y dándole la necesaria seriedad a la tarea.

Rallar pan viejo y moler café eran mis especialidades en la cocina, y podía llegar a trompearme con mi hermano si osaba pisar mi territorio y birlarme los molinillos. Uno se enchufaba y tenía un poderoso botón rojo que había que pulsar con mucho talento para que no se quemara el motorcito. El otro era pura fuerza de manivela.

Nunca había apuro, nunca empujones, nunca reprimendas cuando las manos pequeñas y aún torpes derramaban, o soltaban, o no lograban hacer coincidir las puntas de un pañuelo bajo la plancha. Siempre la mano tibia y amorosa de mi abuela cubriendo las mías, enseñándome mientras hacía, a reparar, a limpiar, a lograr las simétricas coincidencias necesarias para la belleza. El amor y la paciencia en cada uno de sus gestos, hasta que mis manos se sentían seguras de conquistar la tarea.
Después, en el tiempo del mate y las labores de la tarde, ella me contaría alguna historia de cómo ella misma había tenido que probar y practicar hasta por fin conquistar alguno de sus tantísimos talentos. Otras veces, me regalaría una historia de su propia infancia, allá en los prados y valles de Asturias, del tiempo en que hacía travesuras con aquella amiga que nunca olvidó. O de cuando mi mamá era pequeña y el barrio era un gran patio de puertas abiertas, clubes y bailes en las veredas.


Cuando me gana este presente y su endiosamiento de la velocidad, y sin darme cuenta empiezo a dejar que se acelere mi paso por el día, la esquina de una cama logra milagrosamente traerme de vuelta, tendiendo un puente desde la luz de esta mañana hasta aquellos territorios de mi infancia. Hasta aquella sabiduría cotidiana de mi abuela.