jueves, 27 de octubre de 2011

La cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes.

..los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar..



lunes, 3 de octubre de 2011

Volver a rodar (cruzando desiertos para encontrarme)

Todavía el cuerpo no comprende que dejamos de rodar, y ni bien cierro los ojos, vuelve a estar en ruta. Lo tiro en horizontal sobre el colchón, pero pareciera que cada poro no puede volver a detenerse y vivo la ilusión de que mi cama está en movimiento.
Un viaje relámpago a Bahía Blanca, 700 kilómetros ida una noche, 700 kilómetros vuelta la noche siguiente. Esos viajes a lo desconocido en tiempo record solamente te pueden pasar en la tribu. El resto el mundo camina más programado y derecho.

Hacía bastante que no me subía a una jiponeada de gira. La vida te va poniendo grande y te convence de que quedarte quieto es más apropiado y necesario. A veces olvido que al mundo hay que salir a conquistarlo. Por suerte Peter Pan siempre me agarra contenta y distraída y logra subirme de los pelos a alguna chilingueada monumental y el tambor de adentro me vuelve a sonar, me vibra el páncreas y recuerdo cuáles son las cosas importantes. Bolsito en mano, ferné en bolsito, sábado a la noche, Bahía Blanca, allá vamos.

Por supuesto, el micro llegó una hora y pico después de lo acordado. Palomar estaba primaveral, las flores y el airecito, la luna, las estrellas.. así que tuvimos que hacer una fiesta (qué bueno la gente que sabe andar de romance con la vida)





El vaso comunitario daba vueltas y salieron los tamborcitos y los pandeiros y las wailers pequeñas y la música, que es lo que por debajo de todo lo demás, nos une como una red, una raíz a la misma tierra, nos infló el alma como un globito.

Mareados y felices, dormimos como troncos hasta que el amanecer se metió por todas las ventanas del micro.






Todos de negro, como no sé por qué nos gusta andar, con gafas, gorros de lana y pañuelos rolingas, más parecidos a un piquete de cartoneros que a otra cosa, abordamos el hotel en donde apenas si nos daríamos una lavadita de dientes antes de empezar a rodar por ahí. Dos pibes con camperas de cuero y cara de ser los agitadores del pueblo, nos recibieron en el contingente. Tocadores de la única batucada local sobreviviente, nos esperaban como si trajéramos algo. Nos acompañan, nos bientratan, nos festejan todas las pavadas que decimos, y andamos por ahí como Rolling Jipis contentos y agradecidos.

La palmeta de la noche sobre ruedas y los demases nos tienen cayendo en proyectos de siesta en cualquier superficie blanda que se nos cruza, sea sillón de hotel o compañero mullido, entrado en carnes y cariñoso.
Después de un almuerzo a morir y una dormida comunitaria, la formación completa de la batucada bahiense nos espera en la puerta del teatro municipal. Una fila de pibes que bien podríamos ser nosotros quince años atrás, nos esperan con abrazos y besos y un paseo por su teatro centenario. Esa mezcla de estar agradecidos y entusiasmados la sueltan como un olor que nos conmueve. Tanta bienvenida te dan ganas de dejar de regalo una noche inolvidable.
Nos vamos poniendo contentongos, la aparición con vida de medio fernét en el micro colabora con la algarabía necesaria para un buen ritual.
El taller de la tarde, un par de toques mezclados con los pibes, la gente que se acercá a ver por qué suenan los tambores, el sol en Bahía Blanca, un atardecer anaranjado y la promesa de poder volar con un tambor y una canción, y las almas están afinadas y listas.

Cantamos todas dentro de la carpa que oficia de camarín, de paredes blancas y luz de estufa eléctrica. Sillones, alfombras, a resguardo del frío y contentas, canturreamos mate va, mate viene, y nos vamos pintando pestañas y ojos como indio que va a salir a los tiros para ver si morfa. Antropológicamamente hablando, se sabe que para una fiesta es indispensable que las mujeres del pueblo anden contentas (y si no lo sabés, joven argentino, andá tomando nota: una mujer que no está contenta te va a a hinchar las pelotas hasta dejarte los huevos como melones..) y en ese trámite de vivir un clima andábamos estando.




Salen los pibes locales a tocar. El viento sopla helado y sus remeras de manga corta me hacen sufrir ocularmente lo que sufriré cuando salga con la espantoremera de los quince (tiene una bocina roja, no me quieran convencer de lo contrario) a pararme en el escenario altísimo sobre el pasto. La luz se enciende y los pibes brillan. Saltan, se mueven, llaman y bailan. Están felices de que ahí estemos, no nosotros, más bien lo que representamos.
Recuerdo que cuando yo vi a los malditos jipis por primera vez en el Marquee, se me derritieron las suelas de los zapatos. Esas chicas tocando eran como afroditas, amazonas con tambores, codo a codo con ellos que aporreaban los timbales y todos moviéndose al mismo compás. Yo quería estar ahí. Yo quería ser así, apasionadamente musical.

Y por fin a la noche le entramos así como nos gusta, haciendo una fiesta arriba de las tablas, en la pública intimidad de dejarnos atravesar por la misma música. Cantamos, corrimos, desprolijamente nos perdimos y nos encontramos, reímos con ganas y con descaro y festejamos con autobombo infantil cada toque terminado, mientras la cámara de Paloma saca y saca foto de lo lindo que estamos jugando. Y al final, nosotros y la gente nos ovacionamos.






Cuando en la carpa de los camarines, después de haber jugado como rockstars de entrecasa en un escenario, se armó una ronda de ellos y nosotros y hubo pandeiros y canciones y tambores y bailaron las bailarinas sambando el cuerpo, invitando a que todas saliéramos a festejar el encuentro, el intertribu, casi te diría que fue un aquelarre. Cantamos, y bailamos, y tocamos, todo al mismo tiempo, adentro de una carpa blanca, en un tercer tiempo en donde, para terminar como al principio, otra vez hicimos una fiesta. Y cuando locos de algarabía seguimos metiéndole a la noche música por la música nomás (y de cantos a oxúm a los beatles, de bachata rosa al chango farias gomez) mientras rodábamos de vuelta a casa, soltando los últimos brillitos que nos quedan, entiendo que todo lo que hago se nutre de esto, de este hacer tan solo por la belleza y el amor que provoca hacer que se junten los tambores de la tierra con las voces que se pueden bajar del cielo.

Rodamos por la ruta de vuelta, vamos palmados, doloridos, torcidos y satisfechos de haber hecho algo que no cambiará la historia del mundo que se escribe, pero sí la nuestra, puntos en un planeta, mínimos bichos felices que caminan.
Que ruedan.
Que vuelan.