jueves, 29 de diciembre de 2016

Fuegos fatuos

En estas épocas de filosofía barata y zapatos de goma,donde la improvisación y la falsa espontaneidad son la moneda valiosa, donde ser opinólogo de todo es la carrera que la cultura impone, volver a las bases de las ideas, osar voluntariamente el intento de darse forma, de cultivar la intelectualidad con mejores imágenes, es todo un acto de rebeldía.
 
Toda época oscura y oscurantista de la historia tiene en alguno de sus momentos una quema de libros, la prohibición de la palabra y de las ideas, el cierre de los espacios de discusión filosófica.
 
Cuando yo hacía alguna de mis preguntas existenciales de la infancia, mi papá solía mirarme muy solemnemente y me decía siempre la misma frase:”todo lo que quieras saber, está en los libros”. Y seguía con lo suyo.
Quizás no fuera más que un gesto para salir del paso, pero la literalidad de la infancia lo volvió un mantra para mí. Cada vez que recibí de mis educadores una fotocopia, fui en busca del todo en el original por puro deseo de poder lograr una visión real, no parcial, práctica y dirigida por el recorte ideológico del otro. Porque entendí que comprender es llegar hasta la raíz y que se conmueva el propio pensamiento.
 
"La palabra pensar viene del latín pensare, y esta de pendere: "colgar" y "pesar", en el sentido de comparar dos pesos en una balanza. Su raíz indoeuropea es *(s)pen- (estirar, hilar)."
 
Nada tiene que ver este proceso con la actividad cerebral obsesiva de hilar un discurso sobre una situación que involucra la emoción. El pensar no tiene emoción. Es más bien un trabajo artesanal. Hilar, pesar, comparar, volver a hilar.

La síntesis es producto del trabajo voluntario de metabolizar la totalidad, de pasarla por la digestión de la fuerza de voluntad, de encontrar la pregunta propia a la que aquellas ideas responden. Pensar.

Tanta quema de libros nos dejó el cerebro con los abdominales fláccidos, y no podemos ir más allá de tres renglones cuando la lectura se propone filosófica, cuando intenta remontarnos al universo de las ideas, de los paradigmas de la humanidad, de sus grandes preguntas existenciales, de lo no práctico. Los libros ya no son puentes hacia el alma de otro, hacia las ideas e ideales de la especie humana. Se nos convierten en chicles; esta cultura ya no traga y digiere la palabra. Sólo puede apenas masticarla y seguir el hilo de la acción.
 
La cultura resuelve la digestión, sólo es necesario pensar lo que se nos dice y elaborar sobre lo dicho la propia y nefasta “opinión”, superficial, inútil, sin raíz de idea. Moscas que se posan para decorar la conversación.
 
Libertad, igualdad, fraternidad, quedaron en frases de póster, como la cara del Che Guevara en miles de remeras que desconocen las ideas que movieron sus brazos y sus pies. Quedamos apenas efervescentes y satisfechos repitiendo frases hechas sin haber entrado jamás en el laberinto de las ideas que alimentaron las gestas.
“¡Luchen por la libertad!¡sean libres!¡sean auténticos! “ embanderamos los jipis de la cultura rimbombantes frases llenas de nada, y nos quedamos tranquilos de haberlas repetido ante los niños, mientras nos descorchamos una cerveza, como nos dice la publicidad que hay que hacer para ser brillantes y cambiar el mundo. 
 
Somos modelos de nada. Nada de lo que hacemos es digno de imitar por las generaciones venideras. Nos seduce el fuego artificial de la palabra vacía, nos encanta sacarles lustre a las frases y arrojarlas al otro como muestra de nuestra sabiduría, de nuestro poder, de nuestra imagen de ficción.
 
Ya no hace falta quemar los libros ni prohibir las ideas. Nadie sabe ya para qué sirven ni cómo usarlos.