Elijo definitivamente mal.
Algún chip se me jodió de tanto usar el microondas con el pelo mojado o por abrir la heladera en patas o quizás por haberme metido tanto los dedos en la nariz de pequeña. Se me torció la brújula, se me desconectó el radar. Elijo maravillosamente como el orto.
El olor progesterónico que llama a mi nariz siempre es el de algún criminal de renombre, un malandra con carnet o una larva sin vocación de sacrificio propio pero sí ajeno. Todas mis relaciones terminan con alguna anécdota de ésas que, si no fuera porque me pasan a mí, me encantaría contar para amenizar los tés canasta. Y lo peor es que en esto de elegir espantosamente mal, me voy perfeccionando con los años.
¿No habrá un GPS para la vida, digo yo, que al menos me desligue de la responsabilidad ante el desastre consumado? ¿un aparato que, si no tengo la suerte de que acierte con la ruta correcta, pueda cargar con mi furia por el resultado nefasto? ¿un pequeño monitor que me vaya diciendo con voz gallega "deténte y dobla ia mismo a la derecha, que estás por comerte un pelotudo"?