lunes, 20 de octubre de 2014

Detrás del Muro de los Lamentos (cuento número diez)

Para seguir adelante, para volverse Reina, la Princesa tuvo que decidir emprender un camino desconocido e incierto.

Caminaba sola por el pasto verde y mullido del Jardín del Reino, caminaba, despacio, derecho, inevitablemente, hacia la Torre.

Dudó un instante.

Podía echar a correr y encontrar algún Rey en el próximo baile, a quien servir y obedecer.
O podía reclamar su propio reino por derecho.

Para subir por la torre hacia la cumbre misma del reino entero, la princesa tuvo que decidir el movimiento.


Su voluntad de Reina movió su cuerpo hacia adelante y dio el primer paso, y la luz del Sol se volvió sombra dolorosa, como velo sobre sus pupilas, al cruzar el umbral de la puerta de hierro.

El camino, largo y empinado, los escalones, estrechos. La humedad de lo que está cerrado, clausurado en el tiempo, penetrando su olfato hasta dolerle.
Se crispaba su cuerpo con el roce de la suela en el filo, buscando a tientas el escalón, tactando su medida hasta lograr una lenta cadencia en el tranco. Conquistó el equilibrio, paso a paso sobre la roca, no sin antes golpearse varias veces, tropezando violentamente, apretando el estómago, tensando los brazos para no caer.
En su cuerpo calaba el cansancio del movimiento ascendente, la fuerza de sus piernas, la fría dureza de la roca en su palma tibia, y se estremecía su alma con ese mismo frío.

A través de su piel, aprendió el miedo.

Para callar sus pensamientos sombríos, recitaba sin voz

El rojo es la sangre.
El verde, la paz.
Azul es la noche
que debo cruzar.


Se detiene un minuto, se sienta.

Apoya su espalda contra los pedazos de roca que forman la pared. De pronto parece dormida, apenas su pecho se mueve en acompasada respiración.
Sueña con verdes formas florecidas, con el agua del río, sueña con otros que andan los mercados, los caminos, los mares, con los que conocerá que ha conocido. Sueña con los peces, y los mirlos, con las hojas y el viento en primavera. Sueña con el sol.

Levántate y anda.

Sigue avanzando un poco más.

Ratas traficantes de alas le ofrecen menos esfuerzo y un ahorro de tiempo y energía en doce cuotas sin interés, y a veces casi acepta, porque parece inalcanzable la ventana que persigue.

El cuerpo duele tanto de tanto miedo, de tanto frío, que no queda más que dejarse convencer por el sueño.

Y duerme un sueño largo.

Sueña con el olor a pan, y a jabón, con las afelpadas rosas del jardín de Palacio, tan rojas, tan reales, con las sábanas blancas de algodón de su cuarto, con el sabor de la miel a los costados de su lengua, con el jugo de limón en el verano.
Sueña con las manzanas, y las noches de fiestas con hogueras, y la danza en el salón. Con el amor en los ojos de su Padre.

Despierta en la dureza irregular de la roca.

Ha soñado que las paredes son cortinas, pero no confía en los sueños, y en la penumbra sigue andando.

Hace tanto frío, todo es tan silencioso y helado, que los sonidos mínimos se vuelven ruidos, y anda la princesa con el alma en sobresalto.
Miedo. Miedo de todo. Pero sobre todo, de sí misma, porque escucha sus pensamientos alborotados, y el ansia de llegar le exprime el ánimo y le parece eterno, interminable, el lento caracol de la escalera. Está tan perdida que no sabe si existe de verdad la ventana que persigue.

Cae sentada, se rinde.
Se abandona a la desesperación, se rompe. Cae por dentro suyo a pedazos.
Después del retumbar del derrumbe, se le llena el cuerpo entero de silencio.
Se entrega.
Derrotada, la Princesa olvida todo lo que sabe.

La pared de piedra, entonces, toma suavemente su espalda por abrazo.

En el silencio absoluto de su corazón, la Princesa escucha.

Escucha,

oye,

y canta.

Canta lo que escucha que dicen las piedras, que esperan que despierte; lo que dice el viento que sopla en la última ventana; canta lo que suena en el verde de las hebras del pasto que sacude la brisa, en el río que habla; canta lo que suena en los árboles reunidos en el bosque, lo que suena en las estrellas.

Canta y sus piernas se mueven sin esfuerzo, y subir es una danza. Abre los brazos y toca en la pared más oscura la ondulación de una cortina. Una a una va dejando descubiertas las ventanas, y no necesita abrir los ojos para ver tanta luz.

Llega cantando el canto de las alondras, de los ruiseñores, del bosque, del río, de las piedras, del pasto, y se asoma cantando por la última ventana la última nota que escucha antes de que llegue el silencio absoluto de su alma.

Abre los ojos. El mundo entero entra por las ventanas.
Ni siquiera se ven las fronteras del reino, y sabe que no debe perder la medida cuando pise la tierra de nuevo, con sus zapatos de cuero más finos.
Quiere recordarlo.
Hay un vasto infinito tras los muros de su Palacio.






jueves, 16 de octubre de 2014

La Serpiente Verde y la Bella Lilia (Dame amor)

(Dos serpientes negras llevó a la cama. Una está domada. La otra le da miedo)

Vamos a dejar de lado las palabras. Que ningún esfuerzo conceptual obnubile la potencia de lo que puede decir el cuerpo.
Esto no es una cacería, ni un acecho. Es más bien una danza, una ronda, un dejar que las distancias se achiquen y se diluyan solas. Dejar que suceda lo que sea que está sucediendo.

La palabra jugar ha perdido su mágico brillo a merced de volverse sinónimo de dominio, en este mundo frío en el que alguien tiene que ganar siempre. Pero yo la conozco. La he mirado a los ojos y conozco su esencia.

Pierdo la forma, pierdo el arreglo, solamente quiero jugar a robarte para que nunca sueltes, y entonces me arrastres, me vueles mientras grito de alegría viendo pasar las plantas sobre mi cabeza. Muerdo y me enrosco, pierdo la ropa, el pudor, el miedo, quiero jugar a que no quieras soltar y me abraces y me vueles.

Hasta que todo se queda quieto.
Y el silencio de la piel es mucho silencio.

Mientras sonrío en el colectivo, volviendo a casa con esta alegría que me quedó en el cuerpo, miro mi muñeca derecha y, en vez de la hora, descubro que en tu casa me he dejado el tiempo.




viernes, 10 de octubre de 2014

Música

Que no callen los tambores.
Que nunca cese el sonido del corazón maternal que nos envuelve cuando somos apenas semilla de eso que un día seremos.
Que no se apague el eco de las raíces negras corriendo las calles
donde su sangre corre como un río
bajo los adoquines.. que no se apague lo que fue libertad
a pesar de las cadenas.
Porque la música es la voz con la que habla el pueblo
idioma que nace del encuentro
y el ritmo es su andar por el mundo
a paso que refleja la firmeza de su suelo.
Que no callen los tambores.
Que no olvide la gente
que aún estamos vivos.





jueves, 9 de octubre de 2014

Einstein, un poroto...

Mientras revuelvo la olla con espuma rosada que despide un olor dulzón y conocido, me detengo en un reflejo.

Cocinar dulce de frutillas era algo que, se me antojaba, sólo podía realizar Pía y en la cocina de San Isidro. En aquél caserón que tanto me gustaba, el comedor del primer piso todo de madera y pana verde se llenaba de perfume dulce, y era un condimento más a todo ese universo de modales y cultura que yo pululaba en mi infancia.

Con palabras en alemán, en italiano y en amanerado castellano ella me explicaba, en un platito de loza fina, cómo saber si el dulce ya estaba a punto. Toda ella me resultaba tan sonora, tan musical, que no lograba entender una palabra de lo que me decía, y el olor a café recién molido, y a eneldo, y a pan tostado para el té, me envolvían los sentidos con gracia.

Todo olia en aquella casa.

Las pipas de Artemio. Las especias de Pía. Los libros de Irupé. La tenue habitación de Arnaldo. Las plumas de ganso de los sillones. El pasto del jardín, el cloro de la pileta, el pino. Las lajas regadas al sol de enero, la caldera, el órgano antiguo.

En las noches de tertulia, mientras los grandes se tomaban el café sentados en los sillones del comedor de pana, yo escuchaba en disco de vinilo un concierto orquestal que contaba, solo con el sonido de los distintos instrumentos de la orquesta, la historia de Pedro y el Lobo.
El ventanal inmenso, reflejando la sala sobre el fondo del fantasmagórico parque oscurecido, era magnífica pantalla donde mi imaginación hacía venir al lobo por el parque, obligándome a correr escaleras arriba a buscar refugio entre los grandes hasta dormirme acunada por las voces, o la flauta traversa de Irupé que me llevaba al sueño en alas.

Mientras revuelvo la olla con espuma rosada que despide un olor dulzón y conocido, viajo en el tiempo.



viernes, 3 de octubre de 2014

(En terapia.) Cuento número nueve.

Caminó las veredas amplias de barrio de la capital con remolinos de pelusas del árbol de plátano y el sol trenzándose en su pelo, en su pecho por adentro hasta el lugar donde habitan las mariposas.
Viajar en tren tiene el color de las películas viejas con apasionados y abrazados besos. Bajar en un andén es reconocer la geografía íntima y costumbrista del punto del planeta que se pisa.

En el departamento todo es luminoso y claro, pero ahí llegará después. Después de caminar con este deseo de encontrarse con otra piel, pero esta vez, empujando al mismo deseo, las ganas de ser amada con amor.

Hay un abrazo que siempre la espera, y es ella la que le insufla una forma y un calor.

A veces hay distancia, porque después de andar por el otro y de saberse recorrida, se sale un empujón como trompada, no sea cosa que tanta intimidad lastime.

Todavía no encuentra el olor en ese abrazo. Todavía no fue tiempo de poner la nariz sobre tu cuello para grabar en el olfato migas de tu esencia para encontrar el rastro.

Ya no es una presa.
No hay un lobo acechándola en las sombras para robarle el sexo confundiendo, con besos, mordiscones.
Ya no es una hembra malherida, viuda negra traicionera que devora la carne del que muere entre sus cuatro pares de piernas.

Toca el timbre después de haber paseado por el tiempo de una tarde tempranita, y no quiere verse linda. Quiere serlo.

No hay desmayo, no hay sofoco, no hay sutiles roces traicioneros de fósforos ni lijas, para que no arda un incendio que malogre la huerta, y el estanque, y el vergel que van sembrando en cada encuentro.

Hablan de la verdad, y pasa la vida y pasa la tarde y pasa el mate entre el humo del incienso, y las palabras son claras y pocas, y enhebran un collar entre las bocas. Dicen con la palabra, dicen con el cuerpo.

Nada importa más que lo que importa, no hacen falta preguntas sobre lo que es y lo que no es. Lo que es, es en el breve instante en el que está sucediendo. No hay nada más. No hay nada menos que el Universo.

La sostiene, la acaricia, la envuelve, la recuesta, la ordena, la perfuma, la abriga. Lo que pasa a través es de los dos alimento.

Y luego cierran la puerta, cuando ya es tiempo de irse apenas con el vislumbre de eso que brilla tanto que por un rato nos deja ciegos.

Hoy ella tiene ganas de más abrazo, de estrecharse un rato más sobre su cuerpo. Un perfume de octubre la secuestra, y se va detrás del globo de su infancia que la brisa agita, como a su cabello.

Y no sabe si él se ha ido o si la observa volverse un punto en el espacio. Prefiere no saberlo, y marcharse con el poncho de un abrazo entibiándole el recuerdo.