miércoles, 12 de diciembre de 2018

Por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa...

La primera vez que me indigné ante lo que vivencié como destrato de un varón a mi condición de mujer, tuve que autoexiliarme del espacio que compartía con aquel sujeto. Ya pasaba los treinta, y de pronto, un día, sentí que ya no tenía ganas de naturalizar nada más. Aquello me había dolido, y quería decidir en consecuencia de mi ser, no de mi género, que estaba bien educado para ser sumiso ante la ley del patriarcado. Tan acostumbradas estábamos a cosas que hoy no podríamos imaginar tolerar, que hasta mis propias amigas minimizaron y naturalizaron aquel episodio de maltrato, lo que yo denunciaba como una falta de respeto. "No es para tanto, no exagerés, mirá lo que vas a perder". Si por supuesto, al lado de una violación o un empalamiento, mi denuncia era mínima. Era apenas una falta de respeto motivada por mi condición de género. Hace quince años atrás todavía era impensado para una mujer pedir respeto. O sumisa, consumible y sometida, o gorda chonga fea feminista e histérica; ningún otro arquetipo era posible para ser mujer.
 
La última vez que me indigné por no querer poner el cuerpo para arquetipos que no quería seguir transmitiendo, mis compañeros, mucho más progres y comprometidos que aquellos de antaño, con muchas marchas encima y discursos sobre igualdad de derechos, me invitaron sutilmente a retirarme si no me gustaba lo que estaba sucediendo. Fue hace menos de un año. Y, por supuesto, me fui del espacio que compartía con ellos. Cuando digo que algo no me gusta, es porque lo estoy sintiendo.

Claro que hemos avanzado en todo este tiempo. Al menos hoy muchos varones pueden ver al patriarcado funcionar en los otros y condenarlo. Pero es difícil girar el espejo y verte, mirarte ejerciendo el patriarcado violento de la manera más sutil. Y el problema es que nos estamos quedando cortas de tiempo; este paso lento nos está costando muchas vidas quitadas, muchas vidas rotas. Y vos sabés bien que en lo grande siempre se espeja lo pequeño. Es tu pequeño gesto lo que alimenta el cambio real.
 
El patriarcado lo tenemos aprendido, bien aprendido, todos y todas. Por habitar un cuerpo femenino, cada día de mi vida tengo que seguir peleando, con unas y otros, para que sea escuchada y tenida en cuenta mi palabra, mi mirada; para que mi sensibilidad sea tenida en cuenta no como una desventaja, sino como una realidad; para que las decisiones estéticas no me las imponga el mercado, para que mis palabras tengan el mismo peso que las palabras masculinas en entornos de decisión y poder; junto al hecho inevitable de habitar un cuerpo femenino me llueven juicios, condenas y roles que invisivilizan lo que soy, lo que sé, lo que puedo. 
 
No estoy enojada con el varón. La cultura también le impuso, como a mí, una forma para su género. Creo profundamente en la capacidad humana de recrearse a sí mismo, y también en un futuro en donde las diferenciaciones y clasificaciones sean cosa del pasado.
 
Pero en el hoy, en el hoy muchachos, ya no queremos tener que gritar porque sentimos que no nos están escuchando. Si te digo que la estoy pasando mal, es porque la estoy pasando mal.Por favor, escucháme.
 
Porque vengo, por habitar este cuerpo de mujer, de una larga vida de tocadas de orto, menosprecios sutiles y groseros, agresiones físicas y verbales por mi apariencia o falta de consentimiento, y tu pequeño grano de arena duele sobre las ampollas de mi condición femenina. 
 
En tu piel las marcas deben ser otras, pero en la mía son estas; años de someterme por educación de género a cosas que me dejaron heridas bien profundas. Bancános en esta, nosotras también nos estamos desconstruyendo. Hacé silencio, sentáte junto a mi a escuchar dónde es que están tus espinas patriarcales, las que me pinchan en el trato cotidiano y me vuelven una bruja malherida. 

Porque de esta, hermano, no salimos si no nos damos la mano.
 
 
 


 

 

jueves, 13 de septiembre de 2018

In con cien cia

La temperatura del caldo iba subiendo bien llevada por la hoguera de la ira, que siempre fue el combustible infernal favorito. 
Del primer destrato a la primera prepoteada, de ahí a la amenaza, de ahí a la furia. 
Es mucho trabajo detener la violencia, es mucha la fuerza del alma que se lleva cada intento. 
Es pobre la educación de nuestra voluntad, y la emoción arrastra como una ola de lava.
Como ranas, parece que andamos flotando en la sopa de la violencia de cada día.
Com pul sión.
El mundo arde. Nos arde la sangre sin alivio.
Pero, como las ranas, ya no lo sentimos. Un día nos quemaremos vivos.
 
 
 
 

sábado, 31 de marzo de 2018

La Bruja de Kirikú


Desde pequeño te pegaban cada vez que hacías algo que disgustaba en lo social. Nunca te quedó claro bien qué era lo que hacías mal, pero sí te quedó bien aprendido que cuando alguien hace algo que no te gusta, podés pegar tranquilo, es lo habitual.

La violencia como forma de crianza, "un bife bien puesto", la amenaza y el grito en la infancia, la descarga anímica parental adulta expresada con violencia en la palabra y el gesto, lo llevamos tan naturalmente como un veneno del que nos alimentamos al crecer.

"Dale, si no fue nada, no llorés" dice una madre que acaba de humillar públicamente a tortazos a un infante dentro del supermercado. ¿Por qué ese niño no aprendería luego a golpear a quien sea que no cumpla con sus espectativas?

¿De dónde hemos sacado esa estúpida idea de que educar niños es enseñarles a leer, contar dinero y usar google, como si fueran monos superiores y nada más?

Adultos que gritan, insultan, pegan, que ejercen la represión, la humillación y el castigo como forma de control entre ellos, ¿no somos producto de una infancia con una educación emocional basada en esos principios?

Una infancia violentada aprende a ser violenta. Aprende mecanismos de defensa, aprende a estar alerta, porque quien debería resguardarla, la ataca. El ser humano que se endurece durante la infancia, crece sin abrir su espacio interior, sin habitar el universo emocional que lo volverá humano. Pierde su alma. Se deshumaniza, se endurece para sobrevivir porque no ha germinado su fuerza interior.

La Bruja Karavá tiene una espina enterrada en el cuerpo, que duele sin cesar. Es un dolor que viene desde las primeras traiciones, desde los primeros abandonos, desde las primeras mentiras, desde las primeras injusticias, desde los primeros desprecios, desde el primer óvulo denigrado.

A la Bruja de Kirikú le duele tanto, que ya ni recuerda que le duele, está endurecida de tanto apretar allí donde la espina ya es vértebra, alerta para que nadie pueda clavar un dolor más en su cuerpo de roca, en su alma de hierro. Sufre, sufre todo el día, desde que tiene memoria; teme dar la espalda porque en nadie confía. Aquellos que clavaron en ella la espina decían amarla.

 La Bruja Karavá no permite que nadie intente quitarle la espina. Sabe que arrancar de sí lo que recibió como amor, lo que le da la fuerza de la ira, sería un dolor insoportable. 

La Bruja Karavá toma pastillas para dormir, pastillas para seguir, cerveza para olvidar y no confía ni en su propia sombra, pero por sobre todo, nunca se queda quieta ni en silencio, porque es cuando más siente que tiene clavada una espina que le da un dolor mortal.

¿Hicimos de la infancia una trinchera donde criar perros de pelea..?