jueves, 9 de octubre de 2014

Einstein, un poroto...

Mientras revuelvo la olla con espuma rosada que despide un olor dulzón y conocido, me detengo en un reflejo.

Cocinar dulce de frutillas era algo que, se me antojaba, sólo podía realizar Pía y en la cocina de San Isidro. En aquél caserón que tanto me gustaba, el comedor del primer piso todo de madera y pana verde se llenaba de perfume dulce, y era un condimento más a todo ese universo de modales y cultura que yo pululaba en mi infancia.

Con palabras en alemán, en italiano y en amanerado castellano ella me explicaba, en un platito de loza fina, cómo saber si el dulce ya estaba a punto. Toda ella me resultaba tan sonora, tan musical, que no lograba entender una palabra de lo que me decía, y el olor a café recién molido, y a eneldo, y a pan tostado para el té, me envolvían los sentidos con gracia.

Todo olia en aquella casa.

Las pipas de Artemio. Las especias de Pía. Los libros de Irupé. La tenue habitación de Arnaldo. Las plumas de ganso de los sillones. El pasto del jardín, el cloro de la pileta, el pino. Las lajas regadas al sol de enero, la caldera, el órgano antiguo.

En las noches de tertulia, mientras los grandes se tomaban el café sentados en los sillones del comedor de pana, yo escuchaba en disco de vinilo un concierto orquestal que contaba, solo con el sonido de los distintos instrumentos de la orquesta, la historia de Pedro y el Lobo.
El ventanal inmenso, reflejando la sala sobre el fondo del fantasmagórico parque oscurecido, era magnífica pantalla donde mi imaginación hacía venir al lobo por el parque, obligándome a correr escaleras arriba a buscar refugio entre los grandes hasta dormirme acunada por las voces, o la flauta traversa de Irupé que me llevaba al sueño en alas.

Mientras revuelvo la olla con espuma rosada que despide un olor dulzón y conocido, viajo en el tiempo.



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