viernes, 17 de febrero de 2012

Haciendo escuela

Transité un año del carajo (no hay eufemismo posible que describa con el mismo impacto).
Como en un invisible plan de estudios universitarios, este año rendí "Vínculos I: laputamadrequeloparió", "Cómo lograr que la obsesión no te provoque un esguince cerebral" y "El físico al límite laburando dieciocho horas por día y atendiendo veinte quioscos más".

Todavía transito un año del carajo.
La materia pendiente que venía esquivando me pateó la puerta y se me metió en la vida de prepo, y por más que bajé la persiana, sé que tengo que rendir de una puta vez "Cómo es que se podría llegar a vivir feliz construyendo una relación siendo quien una es, marcando los límites precisos, eligiéndose siempre a una misma antes que al otro y sin que te salga el pulpo de la posesión y el abandono por ningún lugar".
No tengo ni idea de cómo se hace para poner en práctica todas las pilas de manuales de autoayuda y religiones varias que vengo acumulando para ver si logro aprender en algún libro cómo no hacerse daño, soltarlo todo y florecer.

Y, como suele sucederle a la mayoría de las madres y padres, mientras tanto tengo que educar a una propia y dieciocho adoptivos. Porque además de la tarea biológica-cultural, también soy maestra.
Siempre estuve convencida de que el mundo puede ser un lugar mejor, y me dedico a enseñárselos.

Andando el barquito de mi vida de este último año, hubo veces en que el corazón se me rompió, me estalló el miedo, los días fueron como túneles oscuros. Hubo días que ardían en el cuerpo. Me mantuve ávida de entender y aprender.

Cada mañana ellos estuvieron ahí, viéndome desatar mis nudos como ellos intentan desatar los propios.
Ahí, al cerrar la puerta, las mañanas de lluvia volvieron a ser lindos días de jugar en la escuela mientras aprendieron, mientras aprendí, a decir lo que se siente a la cara y sin vueltas, a reparar los daños cometidos, a decir la verdad (que es lo que nos hace libres), a amarse sin condiciones. Y a leer, escribir y hacer sumas y restas, como añadidura.

Para salvarme cada vez que hubo una tormenta, en vez de sentarme a llorar, canté todo lo que pude, así como lo aprendí de Pocha, cuando nos conocimos con los corazones rotos y cantamos todo el dolor en zambas por el aire de Villa Urquiza.
Canté sola, canté mientras lavaba los platos de la merienda, canté con ellos y ellas, canté antes de abrir y cerrar la escuela, canté por los salones, canté en las fiestas, canté en las terrazas (y sigo cantando ahora en el living mientras la vida me sigue ocurriendo intensa).
Cantar me abría las ventanas y las puertas.
Yo quería que ellos supieran que cantar salva la vida a veces. O bailar, o pintar, o tocar un tambor o una guitarra. Hacer brotar la música nos suelta el corazón y hace guardar silencio a la cabeza.

Y, mirá vos... creo que lo entendieron.


martes, 7 de febrero de 2012

Jipi evolution (como pókemon, pero de acá)

Me fui con la esperanza de que todos sus temblores y quejidos fueran apenas un mal momento más de su vida fría. Me fui cruzando mentalmente los dedos, que no se muera por favor, que no se muera. Pero al volver, me dí cuenta de lo irreversible: había palmado mi querida heladera.
Más que heladera, era un placard. En su interior, en lugar del refrescante aliento en la cara al meter la cabeza para buscar víveres entre la población de tuppers que vengo acumulando desde 1996, reinaba la temperatura ambiente de 36º promedio que viene teniendo mi querida ciudad. Los huevos salían cocidos.
Shit.
No quedaba otra que, santarjetavisa mediante, ir y comprar una heladera nueva.
Tengo que decir que me dio un cosquilleo. Uy, pensé (siempre que pienso empiezo con uy) me voy a comprar una heladera?... cuándo fue que me hice grande???
Se sabe que soy jipi de religión, por lo tanto, como una manosanta del linyerismo, jamás me había comprado un electrodoméstico. Filas de gente mirándome raro porque no tenía ni freezer, ni microondas, apenas una minipymer que madre prestó una vez y perdió como en la guerra. Hordas de amigos desesperados alabando las bondades de congelar la comida o de no tener que esperar seis horas para que se hiciera una tanda de cubitos en mi Grundig marrón.
Si, era fea, pero noble.

Será que nunca me casé, que nunca proyecté, que nunca evolucioné, lo cierto es que los pocos aparatos que han llegado a casa (y también los muebles y en algún momento hasta la ropa) o bien vinieron por herencia, o por descarte de algún conocido, pero yo nunca elegí nada. Las cosas siempre me encontraron a mí.

Aprovechando el fin de semana de rebajas y largas cuotas, pedaleando me fui al supermercado grandote que queda cerca de casa.

Con cara de guarda que estoy grande, permiso, me voy a comprar una heladera atravesé los pasillos hasta llegar al paredón blanco de aparatos en fila.
Uy, pensé de nuevo... ¿qué tengo que mirarle a una heladera?
Y por supuesto, la respuesta inmediata fue El precio, y quedé satisfecha.

Elegido el aparato (que por decantación tiene freezer y así todos contentos y me evito la fila de gente para espetarme ¿¿te la compraste con congeladorrrr????), firmados todos los papeles, comprendidas todas las instrucciones, me volví a casa lo más pancha, pero sabiendo que acababa de dar por tierra con una vida entera dedicada a la rotosidad y el cartonerismo deportivo.
Pero qué placer saber que, mientras sigamos pagando la luz, siempre habrá hielo para entrarle a un ferné.