miércoles, 19 de marzo de 2014

Diatriba filosófica (basta de discursos, por favor. Gracias)

Perceval, caballero noble por naturaleza, va tras el sueño que anima a todos los caballeros: pertenecer a la mesa del legendario Arturo. Distraido por las vanidades de su meta de gloria, llega sin saberlo al Castillo del Santo Grial, presencia los milagros y al enfermo y sufriente Rey, y sale sin haberse enterado del prodigio.

Kundry, la vieja hechicera, lo maldice en el mismo momento en que la vanidad de Perceval se ve coronada por un lugar en la mesa del Rey Arturo.
Lo maldice por haber tenido la oportunidad única de presenciar lo verdadero y haber sido inmutable, por haber naturalizado y desestimado los prodigios y no haber sido capaz de hacer la pregunta.

Perceval queda anonadado. ¿Qué pregunta?

Perceval desanda el camino, mientras revuelve en su alma, buscando y buscando, sin encontrar aquella pregunta que lo cambiaría todo.
En el camino, sin rumbo y sin éxito, pierde la fe, se aleja, se rompe, se entrega a su destino, y al soltar finalmente las riendas de su caballo, éste lo lleva directamente de vuelta al castillo del prodigio.
Ante la entrada, duda y se revuelve, y se detiene temeroso de fallar, hasta que deja de pensar y deja que sus pies lo lleven a donde debe estar.

Frente al sufriente Rey del Grial, vacía de pensamientos su cabeza, Perceval deja que hable su corazón. Y la pregunta brota clara como el agua:

Hermano, ¿qué te pasa?

Muchas veces en estos años de veinticuatros de marzo y Plazas de Mayo llenas de gente que declara defender el nunca más, me sentí ajena, mentirosa y perdida.

Hermano, ¿qué te duele? ¿qué te aqueja? ¿por qué sufres? ¿que te adolece?

Muchas veces pensé, ¿cómo es que catástrofes tan inmensas como un holocausto, como una dictadura, como la trata de personas, como el abuso infantil, como la violencia, suceden entre medio de la gente...?

No sirve ir a revolear pancartas si no me duele el otro, si el de al lado, el que está padeciendo la injusticia, la soledad, el dolor, el abuso, me es incómodo. No sirve ir a enarbolar consignas si es mejor hacerse el boludo cuando se ve a un niño sufrir el maltrato naturalizado en su familia, y el "no te metás" aflora de los labios consejeros delimitando los espacios de injerencia. No sirve ir a batir parches de nada si no se es capaz de reaccionar solidariamente ante el compañero maltratado, hostigado, y se busca la tranquilizadora culpa de la víctima, echándole encima la sospecha, "algo habrá hecho".
No sirve de nada, si no soy capaz de mirar a los ojos del que llora, del que sufre, y dejar que brote clara la pregunta sanadora que teje la red que nos protege de los oscuros dragones que se comen a la gente:

Te veo, hermano. ¿Qué te pasa?


Porque un dragón enorme se alimenta de las pequeñas miserias cotidianas, de la ceguera voluntaria, y así las madres del dolor caminan girando en el centro del mundo sin que nadie pregunte nada al verlas.
Y así como ellas, ante la cobarde decisión de nuestros ojos, las víctimas incómodas se vuelven invisibles.

Tenemos tan bien aprendido cómo es ser víctimas, que cada día, cotidianamente, nos volvemos victimarios.
Somos la sociedad que supimos conseguir.

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