lunes, 7 de abril de 2014

Expectation

Soy gustosa de pensar en voz alta. O pluma en mano. Porque revisando una y otra vez los caminos que recorro, logro comprenderme.

La única herramienta que tuve cuando fui madre, fue mi propia infancia. Dedicarme a desandar el camino de los mandatos, de las ideas nacidas de aquella realidad poco feliz, fue y sigue siendo la gran tarea de mi vida. Porque todo mi universo emocional se basa en aquellas cosas que respiré, en aquello que, en lo cotidiano, aprendí.

En nombre de la futura felicidad de nuestros hijos, depositamos en ellos un montón de expectativas. Y no me refiero a las novelescas y pesadas de "que sea médico como su padre", me refiero a algo tan sutil que se cuela y nos va dando una imagen de nosotros mismos distorsionada por cargar con expectativas que no nos contemplan.

Yo siempre sentí que había algo invisible que se esperaba de mí. Y aunque no supiera bien qué era, sabía leer la decepción en la cara de mis padres, en su tono de voz, en sus acciones. La decepción que provocaba en los otros el no ser lo que de mí, sin consultarme, esperaban.
La llegada misma de un hijo viene con la gran expectativa de que va a darnos la felicidad, de que su llegada va a hacernos felices.
Lo hemos soñado, lo hemos concebido en nuestra mente de una manera que no contempla lo que realmente ese niño es.

Se espera que nos portemos bien, que seamos graciosos y buenos, que saludemos a las visitas, que aprendamos a escribir a los seis años, que tengamos amigos, que seamos bonitos, que obedezcamos, que no hagamos protestas ni rabietas, que nos adaptemos, que seamos motivo de orgullo, y un dìa llenemos de nietos la vejez de nuestros padres.
Nadie lo pone en palabras. Pero podemos leer los gestos. Los gestos que dicen que no estamos cumpliendo con lo que se sueña de nosotros, lo que se ilusiona, lo que se espera.

Nos hacemos padres, y en principio, ya estamos esperando que la vida de los hijos sea mejor que la nuestra. Que nos superen, que nos maravillen, que nos trasciendan.
Les vamos dando de mamar la frustración que a la vez fue nuestro alimento, la desilusión cada vez que no son lo que esperamos que sean.

Y cuando las expectativas se caen a pedazos, nos llenamos de frustración. Y si logramos ser lo mínimamente humanos, no la vamos contra ellos, pero comenzamos la cacería de culpables. Y ahí cae el padre (si la enojada es la madre y viceversa), la escuela, la pelotuda de la maestra que no entiende nada, los compañeritos que son todos malos y crueles, alguien, alguien más. Alguien tiene que pagar por las expectativas no cumplidas. Nosotros no, nosotros nunca somos parte de nuestra frustración. Nosotros y nuestro íntimo deseo de que nuestro hijo sea todo aquello que, entendemos, debería ser.

Traslademos este mismo vínculo a todos los demás. Esa nefasta costumbre de esperar algo, que el otro sea algo que yo espero que sea, que diga lo que espero que diga, que haga lo que espero que haga.

Aprendí con los años a dejar de esperar de mí, a dejar de imponerme medidas que me obliguen a convertirme en algo que no soy. En ese camino, voy intentando aprender a dejar que los demás también puedan ser quienes son, a dejar de exigir para empezar a conocer y reconocer.

Yo renuncio a vivir esperando.

Quiero romper el proyector de la película para dejar de mirar y empezar a ver.





2 comentarios:

  1. Qué buena costumbre pensar en voz alta. A mí una vez me dijeron que parecía un loco, porque iba hablando solo en mi bicicleta, y si pienso seriamente en la imagen, es verdad. Pero me gusta, me aclara caminos. Y lo demás... con que falta de escrúpulos esperamos de los otros sin haber dado nunca... UN abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Más bueno está cuando una, además de hablar en voz alta con una, empieza a reírse impunemente de sí misma andando en bicicleta...
      Gracias por el abrazo. Le retribuyo con un abrazo de los que duran un rato. Son los que más me gustan.

      Eliminar