domingo, 20 de abril de 2014

"Ustedes se aplauden mucho"

Trabajo en una escuela de pedagogía waldorf, conduciendo a un mismo grupo de niños desde hace ya cinco años. Por su forma, que propone el respeto de los tiempos personales de aprendizaje y propicia la salud a partir de una educación no intelectualizante sino vivencial, otro recorrido para la construcción de conceptos, este tipo de escuelas es un imán para las familias cuyos niños no logran adaptarse al sistema (que cada vez son mas, lo que me hace pensar por qué demonios no cambiamos ya ese bendito sistema en lugar de seguir generando borders y excluidos...)

Por tal razón, entre otras, mi salón de clases es ecológicamente, zona de desastre.

En estos últimos tiempos de infancia patologizada (somos una generación de padres rotos) los casos de dificultad que se manifiestan son una laguna de amplio espectro, embolsada con la etiqueta TGD (trastorno generalizado del desarrollo) y así, llegamos a un quinto grado con once niños diagnosticados con patologías diversas sobre un total de veintitres. Es decir, la mitad de mi clase se compone de niños necesitados de cuidados especiales para poder transitar su escolaridad (y sus vidas, en algunos casos.)

Por esta razón, soy el comandante de un barco en el que cinco adultos más acompañan mi tarea docente. Una psicopedagoga, una psicomotricista, un psicólogo, una maestra en educación especial y una terapeuta artística. Seis grandes para atender a veintitres niños.

Más allá de que es una experiencia casi única en este país, en donde en educación hay tanto por construir y las leyes aún no reflejan la realidad, y que la capacitación es insuficiente y el talento se vuelve un milagro indispensable, es un lujo inmenso transitarla, aún a pesar de la gran dificultad y el trabajo que me lleva por fuera preparar esas dos horas de clase intelectual diarias en donde la diversidad es una realidad contante y sonante.

Las historias son diversas. En mi clase están los que fallaron en otras escuelas, los hermanos del medio que salieron distintos, los que no colman las expectativas de sus padres, los que no se adaptan, los que no son lo que se espera de ellos, los aterrorizados de que no los quieran, los que no comprenden, los fallados, los rotos.

Yo misma fui una rota alguna vez. Y esa vivencia me llevó a vivirme como fallada más de la mitad de mi vida, desesperada por poder, por cumplir las expectativas que sentía venían de afuera. Lo que esta sociedad esperaba de mí. Lo que mis jefes esperaban  de mí. Lo que mis padres esperaban de mí.
Lo que se dice, una vida exigente, una carga.

Recuerdo como una y otra mañana, sentada en mi banco de la escuela, me quedaba claro lo que yo no podía.
Aquella rubia feliz de pelo largo que se sentaba en el primer banco siempre se levantaba primero a entregar su tarea mientras yo seguía intentando comprender qué cuenta tenía que usar para resolver el maldito y poco interesante problema de alambrar un campo del que no tenía ni idea.
Para ser como ella, para recibir los halagos de la maestra, empecé una carrera torturante en busca de un aplauso para mí, de una rascadita de cabeza, una palmada que me hiciera sentir aceptada, reconocida, valorada, protegida dentro de la mirada de los adultos que preferían no ver cuando fallaba. Fallar era una vergüenza. Se esperaba que no fallara.

Bien y rápido era el lema. Y como Manolito, totalmente fuera de lugar, yo me sentía un peatón del razonamiento.

Competir para sobrevivir fue la vivencia que se grabó en mi a partir de lo que la educación no verbalizaba, pero ejercía.
La primera vez que logré pintar dentro de una línea sin salirme fue a los cinco años, compitiendo con mi prima, que en un vidrio empañado me enrostraba su madurez pintando con el dedo dentro del círculo, con destreza. "Y qué, yo también puedo", y transpiré como testigo falso dominando mi pobre motricidad para no morir en el intento. Lo logré. Y a partir de ahí, toda mi vida fue apretarme con angustia para lograr lo que de afuera venía como obstáculo a vencer.

En mi salón de clases nos hemos acostumbrado a aplaudirnos cada vez que logramos hacer algo bien. Si uno logra llegar temprano una semana entera, aplausos. Si aquél logró estar sentado toda la clase, aplausos. Si esta por fin aprendió a usar los cubiertos, aplausos. Si el otro logró por fin hacer una esfera de arcilla, aplausos. Si ese otro dijo la verdad cuando se mandó una macana, voluntaria y espontáneamente, aplausos.
Porque todo eso que para otro es tan sencillo, para unos es una tarea titánica. Y la medida del logro es la de cada uno.

"Ustedes se aplauden demasiado" me dice el psicólogo con sorna en la reunión de planificación de grado.
"Tu trabajo no tendría sentido si cuando pequeños nos aplaudieran más y nos gritaran menos" le contesto, con un revés que me da satisfacción, y nos reímos juntos.

Y yo me aplaudo cada mañana cuando entiendo que un tropezón no es caída, me relajo en la tranquilidad de no tener la obligación de ser perfecta, y construyo mi propio camino, más de pasos que de metas.





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