sábado, 22 de noviembre de 2014

La preponderancia de lo pequeño (encuentro número veintiseis o veintiseismil)

Me gusta estar de espaldas cuando llega, porque no esperarlo llegar, no verlo venir, me deja sorprenderme al darme vuelta y encontrarme de nuevo con sus ojos.

Y todo eso es un momento del día.

En el abrazo de bienvenida algo ha ido mutando, algo ha ido creciendo.
Fue un refugio, fue un consuelo, fue ansia, fue piel de nuevo, apenas solamente una piel que llama, fue distancia, y ahora por fin, cada vez, es reencuentro. Porque en alguno de todos esos abrazos, por fin nos encontramos en silencio.

No importa para qué. Nunca hay un específico para qué en un encuentro. Hay un dejarse de pertenecer, hay un vaciarse de uno mismo para que el otro entre por completo a recorrerte, a ver tus rincones, tus sombras, tus miserias, tu vista al río y tus jardines, y te los cuente.

Meterse en el otro es devoción, es respeto. No se entra por asalto y obsesión. Algo sucede o no sucede y atravesando el cuerpo le va dando los movimientos. Un paso, una danza, un encuentro fugaz fuera del tiempo, son brújulas que florecen cuando nos quedamos silenciosos y quietos un momento.

(Lo que entra, entra por el alma antes que por el cuerpo. Si no, no la encuentra, no encuentra los caminos para llegar al centro.)

Ya no sé a dónde voy, porque es cada momento del día lo que me va llevando de un encuentro hasta el otro, a cosechar la humanidad divina.

En ningunos otros ojos me siento tan bellamente desnuda, tan verdadera. Me gusta lo que veo de mí en sus ojos, lo que él me refleja. No me mira con hambre, no me mira con deseo, no me mira como a una presa de pollo en celo. Me mira para mostrarme que esa parte que no dejo asomar, es la más bella. Que hay ternura en mi oscuridad, algo tierno que no es débil, y aprendo de él a mirarme con ese mismo amor.

En nuestros encuentros, él me atravesó con música, me trajo la memoria de la danza y el juego al cuerpo, perfumó mi cabeza, acarició mi pelo, y ahora me ayuda en este parto de poner en las palabras lo que se agita en el universo de mis sentimientos.
Me ayuda a tejer en palabras los pensamientos.

En este camino de revivificar las palabras, de llenarlas del espíritu del que son símbolo, aunque mi psicóloga se ponga nerviosa, yo digo que es amor lo que compartimos en cada encuentro.
Que con él estoy aprendiendo a religar el alma con el cuerpo.

Porque cada vez que nos abrazamos al final de nuestro encuentro, para cerrar allí lo que de la misma manera hemos abierto, hay algo sagrado que se me desparrama por el cuerpo, y me encuentro a mí misma entre sus brazos mientras descanso la cabeza en su pecho. Y ahí quiero quedarme, apenas respirando en una danza mínima que el aire provoca al entrar y salir a través nuestro, dejándome envolver y atravesar por eso tan tibio que hemos gestado en ese encuentro.

Y nada más.
Y nada menos.







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