lunes, 23 de febrero de 2015

Panambí porá.


Había tantas palabras revoloteando en mi cabeza, saliendo de mi boca a borbotones, saliendo de las bocas de los otros, enunciando propuestas y caminos, opiniones y teorías, y verdades y mentiras.
Las palabras no bajaban a la Tierra.
Invadían el aire como moscas, como alguaciles, como pájaros torpes.
Palabras sobre palabras, tapando a las palabras, pisando a las palabras, se volvieron pesadas y se me vinieron todas encima, una noche, como una avalancha, cargadas de la misma fuerza que no ponían en marcha, me taparon, me agobiaron, arrasaron conmigo como un alud, y se me fue toda la fuerza en la fuerza que hacía para salvarme torciendo a los demás con mi palabra.

En un otoño, una noche, se me cayeron como hojas secas todas, todas, todas las palabras.

Me quedé muda.
Me quedé muda, en cuarentena, porque cada vez que abría la boca, salía un gemido, un llanto, y no podía articular palabra.

Dormí un silencio largo mientras llegaba en el tiempo la noche más larga, el día más oscuro. El invierno me encontró con el silencio justo como para sembrar las semillas necesarias.

Las palabras habían perdido la capacidad de servirme.
Tenía que volver a hablar sin las palabras.

Como el que aprende a caminar con su pierna ortopédica después del accidente, o a ver con las manos, o a escuchar con los ojos, tenía que encontrar por dónde mi voz podría ser manifestada.
Llegó la respuesta en los vivos colores de unos ovillos de lana.

Hice hablar a mis manos, palabras silenciosas fueron las hebras de las mantas que tejía sin pensar en palabras. Pensaba en colores, en la luz que darían sus colores tejidos en simétrica trama. Pensaba en la palabra abrigo y tejía con el cuerpo tibio mientras afuera el viento y la lluvia silbaban, agitando mis ventanas.

De a poco fui aprendiendo a hacer hablar al cuerpo.
Dejando que la palabra me pasara a través, atravesándome en el parto, se convirtió la palabra en Verbo.

Y en ese tránsito, se me llenó el cuerpo de Fe.

Cuando fue primavera, vino el mundo a golpearme la puerta. Y de atrevida, le dije que sí.

Me saqué los zapatos, dejé que el sol le diera despacio una caricia a la piel nueva, mientras todavía caían los restos del gusano valiente que fuí cuando decidí dejar de ser gusano.

Y llegaron los increíbles, dulces, abundantes frutos del verano.
Y fue tiempo de volar, de empezar a aprender cómo es esto de ser mariposa.

Sólo recuperé las palabras justas.
Demasiadas palabras ponen lastre a las alas.





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