lunes, 21 de abril de 2008

Tinta azul

…si al final/todo el tiempo se va/donde caen los días
si al final/abrazarse al dolor/no nos deja brillar/
dime qué será/qué será de los dos
cuando pase la vida…


Levanté la cabeza del suelo cuando me di cuenta que las baldosas de la vereda ya no me eran conocidas. Es usual que me pierda andando en línea recta, así que cualquier barrio que me desafíe con diagonales tiene el partido ganado de antemano.
Ir a terapia no es el plan que más me atrapa para un sábado a la tarde, así que siempre busco alguna ceremonia íntima que torne más fácil el amargo trago que sobrevendrá. Como en un juego que juego conmigo, me gusta cambiar de camino para llegar a los mismos lugares, intentando descubrir cuál es entre todos, el camino que tiene corazón, el que late bajo mis pies, el que me pide que me quede, el que a veces puede hacerme dudar si no habré atravesado un portal invisible y estoy en una dimensión paralela.
Había visto las vías del tren pasar debajo de mis pies sin prestar la suficiente atención. El pasto oscuro de una plaza me hizo levantar la cabeza, una alarma sutil de que en alguno de los giros había perdido la ruta a mi destino. Apenas un instante duró la confusión hasta que la nostalgia me hizo ladear la cabeza para mirar el pequeño edificio que se levantaba al cruzar la calle, solito en medio de una manzana de proporciones ridículamente pequeñas. La pintura nueva no lograba esconder aquel lugar de la certeza de mi memoria. Crucé la calle empalagada por el recuerdo feliz de mis esforzados primeros pasos de taco alto sobre el adoquinado. El bar estaba vacío en la planta baja, no presté demasiada atención pero creí ver que ni siquiera había gente detrás del mostrador. Subí las escaleras registrando el crujir de la madera debajo de mis pies, uno por uno, veintitrés, hasta la planta alta. Las ventanas abiertas dejaban entrar el viento tibio de principios de octubre mientras una suelta de mariposas en mi estómago me hacía sonreír de la manera más estúpida. Me senté junto a la misma ventana, respiré profundo mirando la calle desde el primer piso. Todo parecía detenido en una interminable siesta. Recordé las estrellas sobre el cielo pintado de profundo índigo, el olor de tu perfume colándose hasta el centro mismo de mi universo en el breve momento de saludarte, la música de Phil Collins y la semipenumbra. No pude contener mis párpados que cayeron apretados para que nada se escapara ahora de mi memoria. Ahí estabas, apenas del otro lado de la mesa de madera veteada, con tu camisa a rayas celestes y el jean clarito, con tu sonrisa de tantísimos dientes y los ojos brillantes porque reflejaban los míos. Nos reíamos, de nada, de todo, de estar ahí sabiendo que era inevitable encontrarnos en un beso; dejábamos pasar el tiempo porque no sabíamos de qué forma entraríamos en la historia, intuyendo uno de esos momentos que son perennes en la memoria. Jugando escribiste mi nombre en la mesa con lapicera azul. Toqué tus dedos cuando te la saqué de las manos para hacer lo mismo y fue recién la tercera vez que mis yemas te rozaron cuando juntaste coraje para no soltarme. Y mientras me acostumbraba al sabor de tu saliva quise que esa primera sensación no terminara nunca.
Estaba casi segura de estar oliendo ahora tu perfume, con el estómago crispado de alegría, temerosa de abrir los ojos y encontrarte otra vez enfrente de mí, cuando una mano se apoyó en mi hombro.
- ¿Se siente bien?
Lo miré confundida. De pronto el aire se me hizo lleno de polvo y la penumbra me pareció oscuridad. Pilas de mesas y sillas desvencijadas contra las paredes guardaban tras de sí las ventanas tapiadas.
- Es peligroso estar acá, señorita, algo podría desmoronarse. Hace mucho que el lugar está deshabitado y sin mantenimiento. No me explico cómo hizo para entrar, pero tengo que pedirle que salgamos…
Aún confundida le dije que sí con la cabeza. Me levanté despacio sin poder creer que no había brisa ni cortinas al viento. Debajo del polvo que cubría la mesa algo me llamó la atención y pasé la mano. Bajo la fina capa de mugre, tu nombre y el mío miraban pasar el tiempo pintados con tinta azul. No pude menos que sonreír mientras la nostalgia me hacía nudos en la garganta.
Salí a la calle por el portón del tapiado que rodeaba al viejo bar. El sereno volvió a ponerle la cadena y el candado. Miré una vez más y otra vez me lancé a caminar, sin preguntarme nada, sin querer entender.
No son los caminos los que tienen corazón… es el corazón el que cada tanto pide pista. Y baja hasta los pies
.

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