sábado, 13 de abril de 2013

Paisajes de la infancia (Hoy: combatiendo en tu dragón a mi dragón)

Que un hijo llegue al mundo a través de tu puerta es un viaje en el que ambos pueden perderse irremediablemente o elevarse juntos como pájaros. Que un niño llegue a tu vida significa que tendrás la dolorosa experiencia de recibir a un gran maestro, y esto nada tiene de hollywoodense pretensión de niños calvos que doblan cucharas con la mente y dicen grandes verdades universales. Es nada más y nada menos que un espejo inmenso en donde podes volver a mirarte. Y verte.

La infancia nos es un territorio ajeno al crecer, desestimado a veces en cuanto a sus derechos humanos, incluso por los propios padres.
El abuso de poder del adulto toma formas invisibles en el paisaje de la infancia. Un niño no tiene el dominio suficiente del idioma como para poner en palabras lo que está sintiendo y defenderse ante aquellas decisiones parentales que los aplastan, les quitan el derecho de transitar y aprender.
Aprendemos a ser padres siendo hijos, víctimas a nuestra vez de esa misma educación.
Entonces, cuando padres, invisiblemente, incomprensiblemente, nos volvemos victimarios.

No hace falta mandar a un niño a una sicoterapia para comprender lo que navega por su alma. Basta con poder pararse en sus zapatos, que alguna vez fueron los nuestros, y recordar. Sin juicios, sin estimaciones, sin tecnicismos. Recordar la confusión de no ser escuchado, no ser realmente consultado, de no comprender las emociones cruzadas por la incoherencia adulta entre hechos y palabras, el grito ante el error, el castigo, el miedo a la infancia por ser un territorio con tantos dragones, tantos monstruos nocturnos.

Son la una y media  y uno de mis peques está sentadito solo en el pasillo de la escuela. Su mamá viene atravesando una etapa muy difícil, muy oscura, en su biografía, viene haciéndose daño. Ahora no atiende el teléfono, y debo ponerme firme con su papá, que se ve desbordado con la situación y no puede trascender el enojo y no quiere venir a buscarlo.
Cuando mamá finalmente llama y avisa, respiramos hondo (también porque ahora sabemos que está bien, que no le pasó nada aún) y entonces veo al niño y su gesto de parálisis porque otra vez está atravesando lo mismo. Los que se supone deberían ampararlo y protegerlo están haciendo exactamente lo contrario, él está asustado, solo, a cargo de sí mismo, grabando en su corazón rencores, ausencias, abandonos.
Pienso en mi, en lo confuso que era recibir de boca de mis padres palabras espantosas que se dedicaban una al otro desde su odio más profundo, sentir en mi cara el peso de los juicios que se hacían uno y otro, el vacío de sentir que las manos que debían acompañarme estaban ocupadas dándose golpes entre ellas. La soledad de tener que atravesar esos sustos sin poder ir de la mano de nadie, entonces esos sustos se siembran el el corazón y se vuelven miedos.
"¿Vamos a comer? ¡yo tengo hambre! ¿venís a comer conmigo?" le digo sacando de la galera a Mary Poppins. Y le ofrezco mi mano. Y me la da, y todo él, desde sus ojos húmedos, la boca que se aprieta, el susto de estar solo, se viene a mí y se envuelve, se enrosca, se guarece, y yo me derrumbo con él, sentada en el escalón del pasillo, mirando hacia la puerta de calle, llorando sin ruido él, llorándome toda la infancia encima por adentro, yo.
Entonces le canto. Canto una canción cualquiera, una que a mí me haga bien. Y lo acuno un rato. Y Josué que pasaba, nos mira, nos ve, se queda y conmigo, bajito, canta.
"Dale, vamos a comer" vuelvo a decir ahora que lo más amargo parece haber pasado.
Encontramos unos canelones, y mientras los caliento le digo "igual, esto no es nada al lado de las pizzas de tu mamá. Yo nunca en la vida probé una pizza ni unos panqueques tan ricos como los que hace ella". Aparece una luz, un gesto de su cara que me dice que vamos bien.
"Tu mamá tiene un don en las manos, ella cocina muy, muy rico. Y si tenés un don, no te puede ir mal en la vida. Lo que pasa es que me parece que ella no se da cuenta. Me parece que vos la vas a tener que ayudar a que se de cuenta.." y el sonríe mientras come, y yo creo que le estoy diciendo la verdad, lo que ahora a la distancia veo.
Ella llega, está tan mal, tan perdida, y el corazón se me aprieta porque tengo que llevar adelante un trámite legal que no se corresponde con lo que yo quisiera. Ella acepta todo, como una nena que se siente avergonzada. Mientras firma las actas hay un silencio, el pequeño de pie junto a ella no pierde detalle de nada. Entonces cruzo con él la mirada y digo "vos sabés, decíamos hoy con el gordi que vos tenés un don en las manos, que cocinás unas pizzas riquísimas. Y que cuando uno tiene un don no le puede ir mal en la vida"
Ella levanta la cabeza como sorprendida. Balbucea algo que no le entiendo, y debajo de los anteojos de sol permanentes, se le empiezan a llover las penas, las desesperaciones, los dolores. Y yo sigo y sigo
"lo que pasa es que en la vida uno no puede nada solo. Solo no, hay que buscar ayuda."

Dos días después, son el peque y su hermana los que se quedan a almorzar conmigo. Después de transitar la misma secuencia telefónica y de lograr que su papá venga a la escuela, me encierro con él a decirle que es la madre de sus hijos la que está sola y está enferma, que es esa la mujer que él eligió para que estos niños aparecieran en la Tierra, y que es a los niños a los que está ayudando si la ayuda a ella, que hay que hacerse grande y tomar las riendas, que fácil no es pero que nadie dijo que estaría solo, pido por ellos lo que hubiera necesitado que por mí alguien pidiera.

Todos somos sobrevivientes de la infancia. Desandar el camino juntando las migas, las piedritas pequeñas, volver a aquellos territorios con esta conciencia y mirar con amor para poder ver dónde están los puntos que se salieron, lo que entendimos mal, lo que nos jode la vida adulta y nos tiene el gesto amargado, la desconfianza puesta, el sistema defensivo siempre activado, y nos aleja a unos y a otros, nos vuelve peligrosos y extraños.

Ella bajó los brazos, depuso las armas, cambió el destino de sus hijos de ser rehenes, tablas salvavidas, postes donde atarse, escudos defensivos, excusas. Supo dejarse llenar por el amor que sé que les tiene, abrir la puerta y dejarlos ir a territorios menos oscuros.
Ahora su propia batalla la pelea ella.
Yo la llevo en el corazón para que sepa que es verdad lo que le digo, que si estira la mano va a saber que hay otras manos para acompañarla en este tramo oscuro, que no está más sentada sola y asustada en el pasillo de una escuela.
Cuando le doy la mano a él, me doy la mano a mí y le doy la mano a ella.


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