sábado, 4 de junio de 2016

Ni una menos

Yo sé que fuimos diosas. Fuimos madres, fuimos sabias, fuimos reinas del mundo sin tener que levantar jamás una espada. Alguna vez, en algún tiempo, hubo una raza de madres primigenias para que comenzara a desparramarse el hombre sobre la tierra. ¿Quiénes fueron? ¿con qué sustancia nos han alimentado el alma para que floreciera?

El origen del mundo siempre me es una bola difusa. Desde pequeña me asalta la pregunta "¿por qué la humanidad, cuál es su sentido? ¿por qué estoy aquí, despierta?"

Sigo caminando aún el hilo de las respuestas, y encontrando mil preguntas nuevas.

Si la humanidad es reflejo del universo (pienso en mis devaneos retrospectivos de sábado a la mañana, mientras repaso imágenes de lo que ha sido mi vida día a día de la semana), entonces el origen tuvo que haber sido dentro de una madre, una madre sabia y generosa. Me gusta imaginar una Lemuria fantástica donde sutiles madres cantaban, formando los oídos desde el alma, dejando que la música cincele los oídos de la nueva raza humana de adentro hacia afuera, para que pudieran escuchar a su alma y al mundo a través de ella. Me gusta saber las teorías del big bang, y la materia en movimiento y el átomo,  pero yo quiero saber también qué es lo que le dio forma a esta llama del alma humana que hace a cada uno un universo único y misterioso dentro del universo.

Pero, imagino en ese cuento mío, algo falló a la hora de tejer la mente humana. Como en las mejores películas de ciencia ficción, un bicho se coló a la hora de dar forma a la herramienta para pensar, y ahí derrapamos, caramba, y nos volvimos animales bien peligrosos. La mente, la inteligencia, al servicio del engaño, la manipulación, el daño, la destrucción del hábitat, la destrucción de la vida. Por alguna razón, el amor no logró ser la sustancia para tejer la mente.

Veo en mi cuento a los hombres de la historia arrasando los cuerpos de las mujeres, sometiéndolos, arrancándolos de los tronos donde alguna vez los adoraron como sagrados templos, a través de los cuales ellos mismos nacieron.
Cuando la humanidad intentó leer las antiguas escrituras, los relatos producto de las primeras culturas, no comprendió las imágenes ya con el alma, sino que las interpretó con su mente.

Después de mil quinientos años de ir cada vez más y más jodidamente la humanidad por el mundo, el siglo XX estalló y aún estamos en plena hecatombe. El hombre sigue arrasando con el cuerpo de la mujer, porque también ha recibido la educación cultural que le dice que él es el fin último que da sentido a aquél otro cuerpo complementario. El hombre cotidiano, a veces a pesar de su discurso, objetiviza a la mujer en ese cuerpo; lo usa para satisfacerse, lo somete, lo hiere, lo ignora, le paga el aborto, lo descarta, lo consume como imagen, aprende el juego de cazarlo, le niega el sentimiento y va por algún otro que satisfaga ese agujerito oscuro que pide violencia silenciosamente en algún lugar dentro suyo.
En el peor de los casos, en el polo del desalmado, lo viola, lo mata y lo descarta en una bolsa de basura, o en una zanja, casi sin condena social.

¿Por qué? ¿por qué un niño redondito y tierno se convierte en un chacal de las hembras de su especie?

Tantos siglos de violencia sobre el cuerpo y la entidad femenina han calado tan hondo, que solemos ser las primeras en atacar y arrasar nuestro propio cuerpo. Lo torturamos, lo amputamos, lo rellenamos, lo ocultamos, lo padecemos, lo ofrendamos, lo utilizamos para manipular, lo sufrimos, lo ignoramos. Siglos de maltrato nos han educado para poner el cuerpo al servicio del goce del otro.

Yo creo, en esas cosas que suelo imaginar como cuentos,  que ya, cuando nos vamos enterando de que nos tocará habitar una vida de mujer, antes de nacer, el alma se nos aterroriza, y nacemos aterrorizadas y en guardia. Y toda la vida andamos odiando a las otras, compitiendo contra las demás para lograr una protección, un guardián, alguien que nos salve de un mundo en donde se hizo carne eso de que sólo sobreviven los más fuertes. Es decir, los que han logrado silenciar sus almas, los desalmados.

¿Cómo se cambia un paradigma cultural?

¿Cómo hago para que mi alma encuentre una verdad nueva sobre lo que significa ser mujer en el mundo?

En el cuento que imagino cuando leo la historia del mundo, yo sueño con una nueva raza de madres. Madres con otras verdades en el alma, que alimenten con imágenes nuevas. Madres cuya mirada y cuyo silencio logren acallar los gritos. Madres llenas de amor y de fe, que nos hagan sentir en el alma que nos ayudarán a hacer verdad eso de que el mundo es bueno, bello y verdadero.

Que mi cuerpo sea mi Templo.

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