domingo, 31 de mayo de 2009

Uno siempre es más freak de lo que cree



Hay cosas que cuesta admitir, como por ejemplo, decir que a uno le gusta escuchar a Miguel Bosé, o comerse los mocos o leer a Daniel Steel.

A mí me gustan las películas de amor que me hacen llorar.

Como si no tuviera suficientes motivos para hacerlo cada vez que me llega la cuenta de la luz, cuando la ropa ya no me entra o cuando me doy en el dedo del medio con la torre del tambor, veo cine para llorar.

No soy ni siquiera original. El 99% de mis amigas (siempre debe quedar un márgen de error..) ama llorar delante de una pantalla. Con Pocha hemos tenido tardes de invierno memorables llorando sobre una chocotorta, en seguidilla de cuatro películas por Hallmark. Cuando lloramos mirando la de Cameron Díaz personificando a una gorda, decidimos que era suficiente.

Ayer me deshidraté viendo "El extraño caso de Benjamin Button". Sufrí a mis anchas con el pobre niño envejecido, abandonado por sus padres, criado por una negra, enamorado sin esperanza, que rejuvenecía viendo a sus seres queridos envejecer y morir. Lloré hasta con la boca abierta y a los gritos cuando lo vi abandonar a su familia para dejarlas ser felices y llevar una vida normal, que por supuesto a su entender para ser normal y feliz debía ser sin él.

Desconozco el origen de tan morboso placer, sólo comparable con el de rascarse la picadura del mosquito hasta sangrar o dejarse masajear la contractura del cuello.

Esto fue un aporte más a mi campaña de sincericidio "Nunca más tendrás una cita con un ser humano."

Y bueh..


4 comentarios:

  1. no me parece una peli demás de 5 puntos...es muy larga y tediosa.

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  2. Yo creo que la inundación del final son las lágrimas de todos los espectadores juntos.

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  3. Yo lloré con el Acorazado Potemkin. Lloré en la escena que el cochecito del bebé cae por esas escalinatas siniestras.

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