viernes, 7 de mayo de 2010

Disertación



"Dejá, es que vos estás llenita de candombe por adentro" me dijo Tin mientras me sacaba de las manos el pandeiro con el que intentaba yo sonar brasuca, fracasando una y otra vez.
Una puede agarrar una maraca y sacarle un sonido, pero encontrar el sonido propio es como enamorarse.
Yo estoy llenita de candombe.
Entiendo la conversación que mantienen sus tres tambores, lo que se cuentan, cómo se llaman para subir, de qué está hecho su corazón.
No se luce el candombe en rebuscadas destrezas individuales, sino en el sabroso instante en que cuarenta, quince o tres personas de pronto se vuelven una que parece ir como cacareando chicalacúm calacachi calacachi calaca chicalacúm.
Esa sabrosura se logra a fuerza de fogatas de templada, mates de clases diversas, a veces vinos y noches de luna. Esa sabrosura es la que hace que la cadera se mueva sola como entendiendo el latido, desatando el gen negro en la memoria celular.



Yo lo supe bailar el mismísimo día en que lo escuché por primera vez y entendí que me lo había bebido en la yerba, en el vaivén de las hamacas de mi infancia, en el sonido de las calles de esta ciudad que (vanidosa y altiva) no se sabe humedecida por un río que es de plata.
Lo cabalgo desde la primera noche que mi mano sacudió el cuero de un parche. Música que es oración de conventillo, de comadres, de tristeza negra en un barco en altamar. El fuego de la templada enciende siempre en el alma un heredado deseo salvaje de libertad y no hay noches de amor más bellas que las que florecen después de una candombeada.


El candombe pertenece a esas músicas que te pueden de un disparo, como el blues, el tango, el jazz, el pagode. O te matan o no las entenderás jamás.





2 comentarios:

  1. Comparto la envidia.
    Me la paso cantando pero no toco un instrumento ni por casualidad.
    Creo que la música te da esa sensibilidad, esa alegría aún en el peor de los dolores que hace que tu vida sea vida.
    Y que siga sonando nomás.

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