jueves, 5 de abril de 2012

Enlazador de mundos

Ayer, llevada en andas por esta ola de autoentusiasmo y enmimismamiento, me regalé una tarde increíble de discipulazgo con un maestro de maestros que anidó en mi escuela, uno de esos seres con los que da gusto estar en actitud de esponja.

La cita era seis y media de la tarde en su casa generosa y verde, en su estudio de madera construido por sus manos, repleto de libros y de instrumentos musicales.

Para semejante merienda de conocimiento, me puse en marcha al salir de la escuela, rodando por las calles de Florida, atravesando Olivos y Martínez para recalar en Villa Adelina, un paseíto en bici de tres kilómetros, ponéle.

Así como ando, en este estado de noviazgo con la vida, ni pasé por la radio ni la tele ni el diario ni la preocupación de anticipar el clima. No llegó hasta mí más pronóstico que las mullidas nubes que admiraron mis propios e ignorantes ojos.
El comentario costumbrista de algún papá en la salida, sobre augurios de granizo y tormenta, fue la única referencia climatológica del día, y la desestimé como a una superstición.

Mi tarde en Villa Adelina era una gloria, el mate iba y venía, los bizcochos dulces y los cuentos del maestro, la risa que me arrancan sus observaciones; me volvían al cuerpo las tardes con mi abuela escuchando y aprendiendo, aprendiendo algo intangible, esas cosas que van derecho al alma y se vuelven aroma o color.

En la casita de madera el tiempo era otro; las apreciaciones sobre el conocimiento, las anécdotas, las tramas, las historias, los niños, sus principios, la nobleza de sus gestos, su generosidad, su saber criollito y profundo, el mate, los bizcochos, los cuadernos y nosotros en el suelo, el relato de sus historias, de su trabajo. El viento que lo agitaba todo no me sonaba tan intenso como la certeza de las palabras del maestro Martín.

Con medio año organizado en la cabeza, la serena felicidad de saber que ando un buen camino y la alegría de haber vuelto a un lugar que me gusta, decidí que una lluvia no iba a detener mis ganas de irme con el alma sintiendo que el encuentro ya había terminado, que quería poner en marcha esas ganas de movimiento que me daba la alegría.

La lluvia era una cortina, y eran tan finas las gotas que nunca dejó de ser una caricia.
Llamé a mi ángel de la guarda (costumbres incuestionables que se sembraron en mi infancia) y me entregué a lo inevitable, como vengo haciendo casi gimnásticamente. A las diez cuadras canté bajo la lluvia a voz en cuello, y mi voz se escuchaba, y la lluvia era una manta.

El camino se volvió lo justamente variado como para ser un paseo, y fue directo. Nunca hubo amenazas de ramas ni rayos amedrentadores, y pasé por ríos y lagunas de cemento, cantando, cantando a voz en cuello.

A medio camino sobrevino la risa de estar haciendo algo placentero.

Mi casa me esperaba detrás del túnel de robles todavía verdes de la calle que más quiero, dejé toda la ropa formando una laguna al lado de mi puerta y me envolví para que en el cuerpo se me quedara el agua recién caida del cielo.

Hoy veo las fotos de los árboles arrancados en Buenos Aires, oigo de los quince muertos, los autos estrellados, las paredes volteadas, y me pregunto por dónde anduve yo anoche que me acariciaron tanto el agua y el viento..


4 comentarios:

  1. Hay tormentas especiales para gente especial. Y es hermoso vivir las propias mientras otros viven y mueren por las comunes...

    ResponderEliminar
  2. Qué bueno es encontrarte tan seguido acá tan cerca, con las palabras justas para mi corazón.
    Te abrazo a través del mar y del tiempo, Mariajesús!

    ResponderEliminar
  3. Estoy seguro de que vos estás protegida de ciertos infiernos. Esos ojos "esponja" (O espejo, también) que veo acá arriba tienen una energía que conmueve. Esto no es un piropo.

    ResponderEliminar