martes, 18 de noviembre de 2008

Milagro

Los niños, por ser niños, tienen un olfato primitivo que los ayuda a detectar ciertos olores, como el del amor y el de alguna emoción profunda.

Ayer yo estaba un poco triste. No por una anécdota en particular, si no por esa imposibilidad mía de entender la maldad que me hace sentir siempre tan desconcertada. Estaba triste y en un campamento a cargo de sesenta y ocho peques de seis y siete años.

Como me pasa siempre que estoy triste, se me dió por limpiar, y me pasé la mayor parte del tiempo anidando en la cocina, preparando jugos, salsas y sanguchitos y lavando platos, ollas y jarras con frenesí.

Llegó la noche, el momento de dormir, un revuelo de enanos de cara sucia y manos de témpera, y yo salí gallina a lavarnos todos patas y dientes para ir a descansar. Abrazados ellos a sus osos, perros, patos, payasos y mínimas almohadas con dibujitos, uno por uno les fui rascando las espaldas mientras les cantaba Peixinhos do Mar y los peinaba porque extrañaban a sus mamás. Todos querían dormir cerquita mío, entonces mi bolsa estaba en el medio del quincho y ellos desparramados más cerca, más lejos, en sus bolsas de princesas, en sus frazadas, en sus lonas. Cuando por fin se durmieron y los maestros nos repartimos en durmientes y vigilantes, embolsada en el piso, apoyé la cabeza en mi brazo; cinco manos diminutas, las sentí venir, se me posaron como mariposas. Y no pude menos que llorar y sonreír. Ellos habían sabido acompañar todo el día mi pena sin decirme una palabra, sin reclamarme nada, y ahora me susurraban algo como un pedido, una pequeña esperanza, no estés triste. Y cómo seguir triste si sé que, de alguna manera, yo colaboro para que sean felices..

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