
Dueñas de los tambores, del latido y de la música. Reinas felices maravillando a la gente con su osadía de hacer lo que les da la gana, dejar a los chicos con la abuela, llamar a su mejor amiga y salir a partirse el cuerpo de goce tocando dos horas por la calle atiborrada.
Mujeres que se ríen, que abrazan y besan cuando saludan, que ponen el corazón todos los días en todo lo que tocan, que lloran y putean, que les duele lo mismo, que no entienden, y que en vez de sentarse a llorar sacan por las manos una alegría que hace difícil no dejarse llevar. Y las cosas entonces parecen menos terribles. Y hasta pueden convertirse en una carcajada al final del día en una mágica terraza de La Boca.
La gente no se aguanta mirarnos desde lejos porque algo emanamos cuando tocamos juntas. Nos rodean en la calle y andan formando parte de nosotras, saltando a desarmarse bailando cuando abrimos la ronda.
Después de tocar con ellas en cada llamada, quedo una semana entera como enamorada.
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