viernes, 4 de septiembre de 2009

Gente hermosa


Sarita llegó al colegio un mes de septiembre hace dos años atrás, para hacer una pasantía mientras cursaba su primer año a bordo del magisterio. Viuda gracias a la amargura del 2001, después de haber pasado una vida más que holgada con viajes a Miami y vacaciones en Punta, lejos de tirarse en una cama a llorar sobre sus hijos, decidió que su marido quizás tenía razón cuando le decía que siendo tan inteligente era una pena que hubiese dejado de estudiar.

Terminó el secundario en una escuela nocturna y en vez de conformarse, ese corazón enorme e inquieto la llevó a calzarse un guardapolvo y convertirse en maestra oficial.

Cuando llegó a la escuela, la primera mañana en que la ví la quise inmediatamente. "Vos y yo vamos a trabajar juntas" le repetí mil veces entre mates y legajos cuando compartíamos la secretaría de la escuela mientras sus dos compañeras más jóvenes lidiaban con los chicos en el aula.

La vi trabajar con el primer grado de Gigi, aquél tan lleno de pequeños demonios. Cami daba vuelta las mesas cuando se enojaba, Mate (un pequeño hurso de casi metro treinta) atacaba a sus compañeros a golpes y eran necesarias tres maestras para levantarlo. Y Max..

Ella los acompañaba hasta mi cubil, los traía a charlar conmigo, olía sus corazones chiquitos llorar y se bancaba estoicamente sus patadas y bifes en el medio de los berrinches. Yo la veía a lo lejos parada frente al escritorio mientras alguno de ellos dibujaba, serenándolo con palabras de abuela mientras los miraba con pena.

Ni bien me tentaron para volver a las tizas, pedí que mi auxiliar fuera ella.

Sus 54 años se desdibujan cuando corre detrás de los chicos por el patio. Es mi cómplice en esto de consentirlos y mimarlos hasta el hartazgo, tiene una mirada tierna y aguda y el espíritu necesario para matarse de risa todas las mañanas conmigo escuchando a los enanos.

Ella hace que el salón que nos tocó en suerte parezca el living de una casa, con los dibujos de los enanos decorando las paredes rápidamente pegados con cinta ni bien vuelan desde sus manos a las nuestras.

Tiene los ojos brillantes como ellos, como yo, y comparte su merienda con las manitos pedigüeñas que siempre quieren picar de lo nuestro, como si fuéramos una familia bullanguera.

Persigue a Juana por todo el patio cuando la gordi llega de cables pelados con infinita paciencia, dando unos gritos tan suavecitos y graciosos que Juanita sigue corriendo sólo para escucharla a carcajada suelta. Vivo retándola porque se patina el magrísimo sueldo en comprarles helado cuando hace calor (son veintisés!!!!) y jamás se va de la escuela sin contarme cómo estuvieron los enanos a la tarde en las clases de inglés. Los chicos le escriben que la aman y cada vez que hablamos del 1800 indefectiblemente le preguntan si ella estaba.

Sara es una de esas amigas del respeto y la admiración mutua, del saberse sintiendo en el mismo idioma. No compartimos fiestas ni borracheras. Compartimos todos los días la locura de querer cambiar el mundo sanando los corazones en pena.

Sara es mi Sancho Panza. Ella late en el corazón de mi escuela.

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